Foto © Javier Castro Lechet

lunes, 27 de agosto de 2012

VAMPIROS






















VAMPIROS
Un pequeño homenaje a Edgar Allan Poe







Javier Castro Lechet





NOTA DEL AUTOR

     La presente historia, incluida en una antología de relatos del mismo autor, es una creación literaria original de Javier Castro Lechet, único autor y titular de los derechos de la obra desde abril de 2009, según consta en el Registro General de la Propiedad Intelectual. 




Vampiros





—¡Edgar Allan Poe es la hostia! —dijo Juanjo a su mujer, poniendo el libro de bolsillo sobre la mesita de noche y apagando la lámpara.
—Es horrible —dijo Almudena.
—Tú lo has dicho. Me encanta.
—Poe es un autor maldito.
—¿Maldito por qué?
—Por su vida jalonada de muerte y atormentada por el alcohol y sus demonios interiores, y por su obra delirante y sangrienta.
—El padre del relato moderno fue un escritor genial.
—No logro entender cómo pueden gustarte esas historias truculentas y macabras.            La estructura de la vieja casa crujió como si fuera a desvencijarse.
—Un día se nos cae encima —dijo Almudena asomando sus ojos tras el embozo para mirar al techo con aprensión.
—No exageres. Son ruidos normales.
Abarrotada de bártulos desordenados y sin más luz que la luna, la buhardilla era un semillero de sombras inquietantes. 
—Esta casa es una ruina —dijo Almudena encendiendo la luz de su mesita—. Todos los días se rompe algo.
—No está tan mal.
—Los de la inmobiliaria han sido unos cerdos. Podían habernos advertido.
—Quedará bien.
—Menuda ganga nos han endosado...
—La iremos arreglando poco a poco.
—Nos va a salir por un ojo de la cara, ya verás.
—Son cuatro cosas y media.
—A la larga... más cara que una nueva, lo que yo te diga.
—Sin pegas.
—¿Sin pegas? Estamos pagando una hipoteca de mil cien euros mensuales por esta mierda. ¿Cómo lo vamos a hacer?
—Pediremos uno de esos créditos para reformas.
—¿Otro préstamo? Ya estamos pagando cuatrocientos euros de coche a la financiera.
—No te preocupes.
—Sí me preocupo: ganamos dos mil entre los dos.
—Saldremos de ésta.
—Está todo tan caro... El dinero no nos llega a fin de mes. El invento del euro nos hizo bien la pascua. Lo que antes valía cien pesetas pasó a costar un euro, es decir, ciento sesenta y seis pesetas. Todo ha subido en esa proporción menos los sueldos. No sé adónde vamos a llegar...
—Apaga, anda. ¿Ves por qué leo a Poe?
—Déjame que piense. ¡Ah, ya!...: te da morbo cotejar nuestro nuevo y “maravilloso” hogar con la Casa Usher.
—¡Qué mala sombra tienes! —dijo Juanjo cuando terminó de reír a mandíbula batiente.
—Mala sombra la que tiene este siniestro caserón que nos hemos comprado. Como siga cayéndose a pedazos a este ritmo, dentro de poco tendremos una escombrera en el solar.
—Exagerada. Leo a Poe para evadirme de la tediosa ración de realidad que nos tragamos todos los días en la prensa y en los telediarios.
—Para eso no hacen falta crímenes ni espectros vengativos. Hay otro tipo de libros.
—Es cuestión de gustos. Afortunadamente. Sería terrible que todo el mundo opinara igual.
—De acuerdo, pero como tus alumnos se enteren de que andas leyendo esas cosas te van a perder el respeto.
—Tienes prejuicios literarios. No conoces toda su obra.
—Ni falta que me hace.
—Te dejo sus cuentos completos aquí en la mesita para que los leas, y ya me dirás.
—Lo que yo busco en un libro, y lo que busca la mayoría de las personas apasionadas por la lectura, es pasar unas horas de entretenimiento con una historia creíble, identificarme con personajes que sufren problemas reales, y hallar respuestas a los temas serios que a todos nos preocupan.
—Para amargarnos la vida con miserias ajenas, ya tenemos las propias.
—El problema del género fantástico es que es insustancial.
—A mí no me lo parece.
—Se abordan conflictos incongruentes, inverosímiles, y se plantean situaciones absurdas, irrisorias... extravagantes en exceso.
—¡No hablarás de Poe!
—Sus cuentos son.... ¡disparatados!
—¿Disparatados?
—Esas cosas que cuenta no se dan en la vida diaria; no hay quien se trague que algo como lo del Tonel de amontillado pueda sucederle a alguien. Es todo como muy forzado. ¡Hombre, por favor...!
—Qué “tocapelotas” eres cuando te lo propones.
—Es que esta casa me irrita.
—Le has cogido manía.
—A tu madre le gustó, y cómo no, terminamos comprándola.
—Oyéndote, cualquiera diría que hacemos lo que ella dice. A ti también te gustó, ¿no?
—Me liasteis entre los dos.
—¡Bueno anda el ajo!
—¡Buenas noches!
—Hasta mañana.
Y cada uno miró para un lado.
—¿Sabes una cosa? —dijo Juanjo.
—¿Hum?
—Mañana mismo encargo un mosaico en la ferretería que ponga: “Villa Usher”.
—No te lo crees ni tú.
“Villa Usher” era el resultado de más de cuarenta años de abortos estructurales sobre el proyecto original de un arquitecto poco inspirado. La casa se edificó en los años sesenta, pensada como residencia de verano para un nuevo rico que la hizo a su gusto, pero al poco de haber sido construida quedó deshabitada y aislada en medio de una urbanización que nunca llegó a terminarse. El propietario la malvendió a un labriego, y se hizo un palacete con ventanales góticos al otro lado de la carretera. El nuevo dueño adosó a la parte trasera un almacén donde guardar la cosecha de almendras y meter el tractor. La alquiló por temporadas a los amantes del turismo rural hasta que se la vendió a un guiri encaprichado con la costa granadina. Los sucesivos moradores le hicieron de todo para adecuarla a sus necesidades: unos hondaron el sótano para instalar una sauna y artilugios de musculación; otros ampliaron la cocina y le instalaron un fogón con chimenea para las matanzas; “los amantes del arte” levantaron una nueva planta abuhardillada con ventanas en el techo, y colocaron un torreón acristalado en lo más alto como estudio de pintura; y la agencia inmobiliaria repasó la carpintería en general, el yeso de la habitaciones, blanqueó el exterior, y dio varias capas de pintura plástica a las paredes del dormitorio principal donde el último propietario se había levantado la tapa de los sesos con una escopeta. Juanjo y Almudena se enteraron del suicidio después de haber firmado las escrituras; cuando se desprendió el gotelé todavía húmedo y aparecieron las manchas de sangre. Decidieron revestir la pared maldita del dormitorio con placas de ladrillo artificial, y ya metidos en faena, aprovecharían para reparar las goteras del tejado, sanear las severas filtraciones de humedad en el sótano, cambiar el suelo de los cuartos de baño y el alicatado que azulejo a azulejo se desmoronaba cada día un poco, y sellar grietas en algunos muros. Dejaron para más adelante —cuando estuvieran más desahogados— instalar unos paneles de energía solar térmica para calentar el agua sanitaria.
Almudena y Juanjo la compraron dejándose llevar por los cantos de sirena de una agente inmobiliaria que supo manejar la ilusión de unos recién casados en compartir sus vidas. Tener casa propia formaba parte del sueño que los obnubiló, pero “Villa Usher” se encargó de bajarlos de la nube antes de tiempo, directos desde el sueño dorado a la pesadilla. Por la noche, Almudena soñaba con demasiada frecuencia que la casa se les caía encima, y por el día, su fobia se materializaba con el ruido de cada azulejo estrellándose contra el suelo, o con cada nueva mancha de humedad que descubría.
Durante el noviazgo habían soñado en voz alta con una casita unifamiliar, pero sabían que era algo inalcanzable. En dos mil cinco las viviendas estaban por las nubes. Constructores, promotores, banqueros, notarios, agentes inmobiliarios, y especuladores, hacían su agosto a costa de un artículo de primera necesidad. Así que cuando Juanjo y Almudena vieron “Villa Usher” maquillada les pareció asequible, y si bien es cierto ella mostró sus reticencias a formalizar la compra, ninguno de los dos —la verdad sea dicha— quiso desaprovechar la oportunidad de adquirir una casa así de espaciosa por un precio “razonable”. Habían echado números, y estaba claro que era lo mejor que podían comprar con los recursos de que disponían. Consultaron varios tipos de hipotecas, y finalmente, acabaron picando en el anzuelo de un bajo interés variable ofrecido por un director bancario que los recibió encantador y sonriente como cualquier vampiro antes de devorar la suculenta yugular de su presa, y se comprometieron a esclavizar sus vidas voluntariamente durante treinta años.
Se habían instalado a primeros de marzo, y en menos de seis semanas ya habían aparecido nuevas grietas. Almudena lloraba de impotencia a solas, viendo como algunas manchas de humedad destilaban filtraciones. Pero su nueva vida junto a Juanjo compensaba todo lo demás. Eran felices.
“Villa Usher” estaba construida en una confluencia de vaguadas entre dos colinas, desde la que se podía ver el mar allá abajo asomando entre los pinos. Sorprendía al visitante levantada a la salida de una curva del camino de grava, como un monstruo con botanas acechando intrusos, descomunal y malhumorado. La madre de Juanjo decía que le gustaba porque era misteriosa. Cuando se autoinvitaba en fin de semana, se pasaba horas y horas olisqueando por los rincones en busca del desperfecto perdido, o de la mejor recomendación para colocar un adorno o aprovechar un espacio. Agarraba a su nuera del brazo, y la paseaba por la casa en un tour agotador que duraba toda una tarde. Cuando ya no quedaba casi nada por explorar, se relajaba un poco, y pasaba a sopesar las combinaciones de colores y cortinas; de luces y mobiliario; y a disertar sobre el equilibrio entre lo bonito y lo práctico.
La casa era inmensa. Almudena tenía la sensación de que nunca llegaría a conocerla entera, por muchos sábados y domingos que la suegra le amargase dándole la vara por sus lúgubres pasillos, trasegando sus cosas como si fueran propias y trajinando como una obsesa del orden entre enseres y cachivaches.
A Almudena no le terminaba de convencer eso de no tener vecinos cerca. Pero la urbanización quería resurgir. El monte pareció haberse contagiado de la fiebre inmobiliaria, y su falda sur que daba al mar se fue llenando de estructuras de  hierro y hormigón como si le hubieran salido insólitos forúnculos de la enfermedad de la codicia. Mientras tanto, la rústica mansión seguiría solitaria y triste.
Después de una noche de pesadillas siempre se agradece la claridad del mar exorcizando sombras.
Otro azulejo se hizo añicos en el suelo del cuarto de baño.
Almudena preparaba el desayuno alegre y cantarina, esperando el momento propicio para soltar el ánimo que bullía en su cabeza desde que lo consultó con la almohada.    
—¿Y si la vendemos y nos compramos otra?
Pero era una locura. En pocos meses la vivienda había vuelto a subir, y el cambio a mejor era imposible. Debido a su ruinoso aspecto, no podían pedir por “Villa Usher” más de lo que les había costado a ellos. Con suerte, la venderían por la misma cantidad, y habrían tenido que conformarse con un piso modesto una vez acostumbrados al espacio de sobra, a cuyo importe habría que sumarle nuevas comisiones bancarias, más gastos de notaría y gestión, y el porcentaje de la agencia inmobiliaria.
—Además —continuó Juanjo—, recuerda que cuando dimos con esta casa nos pareció un chollo. Ya lo estuvimos mirando. No volveremos a encontrar nada parecido a un precio similar.
—Pienso lo mismo —dijo Almudena decepcionada.
—La compramos para disfrutar, no para pasarlo mal. Vamos a hacer una cosa —dijo queriendo animarla—: qué te parece si la arreglamos como acordamos, y luego, si queda bien y te gusta nos la quedamos, y si no, la vendemos y a otra cosa, mariposa.
Almudena sonrió.
—Quedará como nueva y se revalorizará —insistió Juanjo.
—Y con lo que saquemos de más, nos compramos algo bonito cerca de aquí.
            —Tanto si la vendemos como si no, lo primero es repararla.
—¡Trato hecho!
Y chocaron sus manos con una sonora palmada.
—Tendríamos que meternos en la obra ya —dijo Juanjo—. Cuanto antes hayamos terminado con esto, mucho mejor. No quiero verte sufrir.
—Necesitamos una empresa de reformas, y pronto, antes de que la escalada de precios en el negocio de la construcción nos encarezca demasiado el arreglo.
—Pediremos varios presupuestos antes de solicitar el crédito.
—Te quiero.
Pasaron los días y no encontraron ningún albañil disponible. Proyectos millonarios acaparaban toda la mano de obra.
Juanjo era profesor de literatura en un instituto cercano, y a finales de abril le tocó acompañar a sus alumnos en el viaje de estudios. Estaría fuera una semana. A Almudena se le cayó el mundo encima.
—Olvídate de la obra hasta que regrese. Yo me encargaré de todo.
—No me quiero quedar sola en esta casa. Llevamos aquí poco tiempo. Me siento una extraña.
—Si quieres..., le digo a mi madre que se venga contigo unos días.
—No gracias. Estoy cansada de que me ningunee en mi propia casa.
—Lo hace sin darse cuenta, ella...
—¡Que no!
—Bueno, todo tiene su lado positivo. Piensa en que podrás estudiar a tus anchas.
Almudena daba clases de inglés a domicilio por las tardes, y por las mañanas se preparaba unas oposiciones. Quería dedicarse a la enseñanza.

Llegó el día en que Juanjo tuvo que irse. Almudena lo acercó en el Skoda hasta el instituto, y se despidieron como dos pipiolos enamorados. Juanjo fue el último en subir al autocar en medio de un aluvión de silbidos de los alumnos más gamberros.
A la vuelta, Almudena se pasó por el súper. Compró sin necesidad. Le hacía falta distraer la mente en cosas superfluas y retrasar su cita con la soledad, pues esa tarde no trabajaba. Al recuperar la moneda del carro vio una cartulina publicitaria manuscrita con rotulador indeleble en la que se ofrecían “trabajos de albañilería”. Estaba sujeta a una farola con cinta de embalar, y se levantaba en su dirección por acción de la brisa como si por alguna amabilidad de la suerte su destino quisiera enderezarse. Pensó en darle a su marido una sorpresa a su regreso. El anuncio le acariciaba la mano como si tuviera alma propia y quisiera ayudarla. Ella era una mujer audaz. Sabría manejárselas con los operarios. Alguien “de arriba” estaba de su parte y le tendía un cable, o sencillamente “era su día”: albañiles libres. “¡Aleluya!”, pensó moviendo sus caderas locas al ritmo de una samba imaginaria que bailó en pleno aparcamiento.
Arrancó una de las tiras con el número de un móvil, y decidió probar.
La primera noche allí sola echó todos los cerrojos.
Cenó un vaso de leche con galletas, se fue pronto a la cama, y habló con Juanjo hasta que se agotó la batería:
—¿Por qué se mataría?
—¿Qué?
—¿Por qué se mataría el anterior propietario?
—No pienses en eso.
Fue lo último que hablaron. Buscó el cargador en el cajón de la mesita, pero no lo encontró. Se acordó de que estaba en el sótano. Se lo había dejado allí después de haberse pasado más de dos horas charlando con Juanjo y un tal Paco con el teléfono en carga mientras planchaba. Había concertado una cita con los albañiles para media mañana —que dijeran de pasarse por allí al día siguiente era todo un señor éxito—.
No le seducía la idea atravesar cuatro plantas para llegar hasta el sótano, pero tampoco le apetecía quedarse incomunicada en el dormitorio.
Pensó en los restos de sangre suicida que tenía a su espalda.
Sus latidos se aceleraron y comenzó a sudar.
Bajó el primer tramo de escaleras con una ligera sensación de ahogo, pero en el rellano creyó asfixiarse del todo cuando le pareció haber visto un rostro en la penumbra antes de encender la luz de un manotazo.
El miedo juega malas pasadas.
“¡A la mierda el cargador!”. Dio media vuelta y subió los escalones de tres en tres, se escondió bajo las sábanas como una niña asustada, y esa noche soñó con crímenes horrendos.   
El canto madrugador de los pájaros, el olor del mar, y un desayuno sin prisas a base de “pan cateto” con aceite, tomate, y jamón de pata negra, suprimieron sus desvaríos como por encantamiento.
Un Porsche Cayenne Turbo de color negro paró a la entrada.
Eran los albañiles.
—¿Es usted Paco?
El susodicho tendría cincuenta y tantos años, cara de sapo, estaba gordo, rondaba el metro sesenta, y andaba encorvado con las manos metidas en los bolsillos del pantalón de un chándal del Fútbol Club Barcelona. 
—¡Para lo que guste de mandar!
Cuando se quitó la gorra a juego con el chándal para saludar con una ligera inclinación de cabeza, Almudena pudo distinguir unos quince o veinte pelos grasientos en un tupé solitario que el albañil se repeinó con la sudorosa mano antes de tendérsela.
—Encantada —dijo Almudena estrechándola, y acto seguido metió su diestra en un bolsillo del vaquero para limpiársela con disimulo.
El resto de cráneo estaba cubierto únicamente por una franja de pelo que le atravesaba la nuca de una oreja hasta la otra en la que descansaba una colilla.
—¿Y usted Manolo?
El otro tendría unos treinta, y más de uno ochenta de estatura. La raíz del pelo era castaña, y el resto hasta las puntas teñido de rubio platino le llegaba hasta los hombros. Tenía una calva morena en la coronilla, un sello de oro más grande que su nariz en el dedo meñique de su mano derecha, una uña amarilla de tres centímetros en el mismo dedo, y un mondadientes de madera pringosa en la boca.
—Mis amigos me llaman Linse, presiosa —dijo guiñándola un ojo y enseñando una sonrisa de calamitosos dientes.
  Lince iba conjuntado con el atuendo oficial al completo del Real Madrid —incluidas unas gafas de sol con los cristales llenos de pegotes secos de mezcla—.
—Gracias por lo de “preciosa” —dijo Almudena sin achicarse.
—No hay de qué, lindura. ¡Es verdad! Parese usted...
—Es usté una auténtica belleza —dijo Paco con los ojos casi cerrados por una vasta sonrisa—. Todo un bombón diría yo.
—¡Vaya!, muchísimas gracias, Paco —agradeció el requiebro algo colorada—. Y usted muy galante.
Parese usted... —insistía Lince.
Ce parece usté a la ex del enano guaperas ece de las películas... Eza que está tan rica... ¿Cómo cojone ce llama...? —dijo Paco dándose una hostia en la frente para ayudarse a recordar.
—Nicole Kidman.
—¡Éza!
—Sí. Ya me lo han dicho otras veces.
—¡Cagon-la-vin!, ¡qué güena está esta tía! —Soltó Lince desnudándola con la  mirada—. Parese usted una puta de veinte mil duros.
—¿Qué me ha llamado? —dijo Almudena endureciendo la expresión al tratar de contener su indignación para seguir siendo educada.
—No ce lo tome usté a mal, mujer... —dijo Paco en tono conciliador—. Que ha cío un piropo.
—No le consiento que me falte el respeto.
—No le haga cazo ni ce lo tenga en cuenta. El chico es algo débil de mollera —dijo Paco golpeándose la cabeza con el dedo índice—. Está un poco pasao de vueltas, ¿zabe? Por eso le llaman “Lince” ¿Me entiende usté lo que le digo?
—De eso nanay. Me llaman “Linse” porque soy un macho ibérico en “peligro d’extinsión”. Los tíos de hoy paresen tos maricones, ¡joer!
—¡No te me embales, Lince! —dijo Paco.
—No sea desagradable, ¿quiere?
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Lince.
—¡Zopenco! —dijo Paco dándole un “gorrazo” en la nuca—. A las mujeres no ce les pregunta ezo, merluzo.
—Perdón, ¿eh?
—No pasa nada. Me parece una tontería eso de ocultar la edad. Tengo veinticuatro.
—¡Cojone! ¡Es usté muy joven! Y muy fisna. No es de por aquí, ¿no?
—¿Vemos los desperfectos? —sugirió Almudena.
Les enseñó todo en media hora. 
—Bonica caza. ¿La ha comprao a tocateja?
—Mi marido y yo no somos ricos: tenemos una hipoteca que pagar. Así que no se pase con el presupuesto, ¿vale, Paco?
—¿Qué prezupuesto ni qué pollas?
—Necesito saber por cuánto me va a salir “la broma” para pedir un préstamo y poder pagarle a usted.
—¿Que ce lo ponga ajustao, dice?
—Sí, ¡un presupuesto!
Los albañiles se descojonaron de risa.
—Haber: ¿de qué se ríen?, ¿he dicho algo que sea gracioso?
—Yo no lo que va a costar: no zoy adivino.
—¡Pero cómo que no lo sabe...! Tendrá que darme un precio, digo yo.
—No me quiero “pillar los deos”. Yo lo que paza aluego...: zurgen imprevistos, y me cuestan a mí los dineros...
—¿Imprevistos?
—Cosas extras que van saliendo —dijo Lince.
—Lo ciento por usté, ceñora, pero esta caza está escha peazos; esto es más cerio de lo que parece.
—¡No me diga eso, por Dios...!
—Mal arreglo tiene eza humedá del zótano: chungo.
—Muy chungo.—dijo Lince confirmando la diagnosis—. Chunguísimo.
—Además, estamos mu liaos ahora, y no ci vamos a podé vení.
—¿Conocen a alguien que pueda hacerlo?
—No creo que encuentre a nadie que quiera vení. Estamos todos zaturaos de trabajo, y estas chapuzas no dejan guita. Mucho curro pa ganar na y menos.
—¿Y no podrían hacerme un favor?
—Cuando quiera y dónde quiera, palomita —dijo Lince.
—¿Eh?
—¿No tendrá unas birritas por ahí? —pidió Paco.
—Sí..., claro... perdonen. Un segundo.
—Sin vaso, no se moleste —dijo Lince.
Almudena fue hasta la cocina, y los dos albañiles aprovecharon para cuchichear:
—¿La has escuchado? —preguntó Lince—: me ha hecho una proposisión indesente. Cuanto más empingorotadas, más sorras.
—Está inmenza la chorba, ¿eh?
—¡Uff!
—¡No veas!
—¡Ya te digo! Y le va la “matraca”.
—¡Buenícima!
—Le haría “el salto de la lagartija”.
—¿Y ezo qué coño es?
—Lo mismo que “el salto del tigre, pero desde lo alto del armario empotrado de mi apartamento.
—¡Ay qué coño! Te ha dao fuerte, ¿eh?
—Eres un cabrón de mierda. Me has calao.
—Te conozco bacalao... Cuando te pones curzi es que una jembra “te pone”.
—¡La primavera…!
—Aquí no hay muscho que zacar, pero le diré que por ti. Ya zabes que me debes un favó.
—Mañana la voy a sedusí con mi carro.
Almudena llegó con dos cervezas y un refresco. Los miró con desconfianza. Le parecían un poco raros. Pero... sabía que esos tipos eran su única oportunidad para escapar del miserable suplicio que “Villa Usher” le infligía.
—¿Bueno qué? ¿Les interesa?
—Cobramos por horas.
—¿Por horas?
—Ya le he discho antes que no me gustan las zorprezas.
—Ni que los clientes nos mareen con los poyás. Nos da mucho por culo, en serio    —dijo Lince escupiendo el palillo en el suelo.
—¿Los poyás?
—Sí: “Poyá que están aquí aprovecharé pa que hagan esto”, “poyá que están aquí aprovecharé pa que hagan lo otro”, “poyá que están aquí...”, “poyá...”. Son todos unos rácanos: siempre hay algún chapuz por ahí perdío que quieren que les salga de gañote.
—Ah... “pues ya”, dice usted.
—Mismamente: poyá.
—Van con la legalidá por delante, y aluego zon ellos los primeros que ce pazan el prezupuezto por el forro. ¡Ciempre igual!
—Por horas no hay problemas —dijo Lince.
—Es lo que hay: ci quiere, bien; y ci no, cin compromizo ninguno, ¿eh? —y soltó un eructo agrio después beberse la lata de un trago.
—De acuerdo —dijo Almudena notando un pellizco en el estómago—. ¿Y a cuánto cobran la hora?
—Yo cobro cuarenta euros, y los peones, diecioscho cada uno: precio de amigos.
Almudena sintió escalofríos y calor a la vez. No sabía si gritar o llorar. El singular dúo se la quedó mirando, y nadie dijo nada en un minuto.
Pero no tenía alternativa.
—¿Son muchos?
Habemos tres: el maeztro, que zoy yo, más el “Atahualpa” y éste.
—Bien. ¿Y cuánto tardarían?
—Ni puta idea.
—¡Más o menos, mójese!
—¡Uf! Ezo nunca ce zabe. ¡Qué va!
—Y... ¿cuántas horas echan al día?
—Estaríamos hablando de cuatro horas: de nueve a una.
—¿No vienen todo el día?
—La tarde la tenemos pillada con otro chapuz en el pueblo.
—Ah pues mejor, porque yo trabajo por las tardes...
—¿Ah sí? ¿No es usted una mujer de su casa? ¿Y qué es lo que hase?
—Doy clases particulares de inglés.
—Así que se la da bien la lengua…, ¿eh? —dijo Lince con una sonrisa impúdica.
—¿Y zu marío?
—Es profesor de instituto.
—Dos sueldos en casa. ¡No podrán quejarse!...
Almudena hizo un rápido cálculo mental: cuarenta euros más dieciocho y más dieciocho, multiplicado por cuatro horas... saldría todo por unos... ¡trescientos euros al día!
—¿Y da de sí la jornada? —preguntó tímidamente.
—Pues depende. 
—¿De qué depende?
—De cómo ce nos dé la mañana.
—¿Creen que... en una semana... podrían terminar?
—¿Una cemana? ¡Qué dice! Ya le digo que no lo que cundirá, pero como mínimo como mínimo... un mes no hay quien ce lo quite.
“¡Un mes!”. Almudena se puso a calcular mentalmente: “... a ver, sin contar fines de semana serían... más o menos veinte días por trescientos euros... ¡seis mil euros!: ¡un millón de las antiguas pesetas! Pediremos un préstamo para reformas...”, y pensó incrementar en esa cantidad el precio de la casa para recuperar el gasto cuando la vendiera.
—Necesitaría una factura.
—¡Factura pa qué!
—Para poder deducir en la declaración de la renta del año que viene, y para presentarla en el banco como justificante. Voy a solicitar uno de esos créditos especiales que conceden para rehabilitar viviendas.
Pazo de factura. Pa que aluego llegue Hacienda y me fría a mí por to el morro. ¡Voy a trabajá yo pa ellos!... ¡Y una polla!
—¿Entonces...?
—Mire, le hemos puesto un presio espesial de amigos porque nos cae bien y porque la hemos visto algo achuchada de pasta —dijo Lince comiéndole las tetas con los ojos—. Pero si se pone legalista y se emperra en la factura, nos veríamos obligados a subirle el importe de la hora, aparte de que nos tendría que abonar el IVA. Y créame, le va a salir mucho más caro que la mierda de diferensia de tipo de interés que le ponga el banco por la reforma, y más que toda la devolusión tributaria que le vayan a reembolsar. ¿Me explico?
A Almudena no le gustaban ese tipo chanchullos —ni de ninguna otra clase—: Juanjo y ella siempre habían ido con la legalidad por delante respetando las normas, y les fastidiaba que los demás no cumplieran, pero...
Ezas zon mis condiciones. Ci quiere, bien; y ci no... Ya zabe.
Almudena aceptó.
—¿Y qué hacemos con el “azuntillo” del material?
—¿Qué material?
—¡Coño, ceñora!: el cemento, l’arena, lo azulejo, la zolería, el ladrillo de pega... ¡To! ¿Lo compra usté por zu cuenta, o qué?
“¡El material!”. Se le había olvidado incluirlo en sus cuentas.
—¿Yo...?
Ce lo digo porque ci lo compra usté le va a zalir más caro. A los profecionales nos hacen descuento. Ci quiere, ce lo compro yo, y le hago el favó de traerlo aquí en mi camioneta, a cambio de una pequeña comición del cinco por ciento. ¿Le parece?
—Será mejor que se encargue usted de eso. ¿Será mucho?
—Poca coza. Ezo : el alquiler del conteneor sale a cien euros al día.
—¡Qué contenedor!
—¡El conteneor pa eschar el cascajo, cojone!
—¿Pero eso no lo ponen ustedes?
Ezo va aparte.
—Se está quedando conmigo.
Ceñora, yo no alquilo conteneores, y no lo pienzo poner de mi bolcillo. Ci no lo quiere, le escho el cascajo en el jardín.
—¿Y necesitan el contenedor todos los días?
—Hasta que terminemos de sacar escombro. Aluego ce lo lleva un camión.
—Bueno, pues ya está. ¿Algo más?
Nececito un anticipo pa comprar el material.
—Lo siento mucho, pero... hasta que no regrese mi marido y formalicemos el préstamo, no puedo adelantarle nada. Usted podría...
—Vale vale, no paza na. Ya ce lo meteré en el total.
—Y la forma de pago... ¿Cómo lo hacemos? ¿Al final?
—Al final de cada cemana. En parné contante y zonante.
—¿Firmamos un contrato?
Ceñora, mi palabra vale más que la firma de un notario.
Se dieron la mano y cerraron el trato.
—¡Ah!, ce me orviaba.
Almudena no pudo evitar poner los ojos en blanco, pensando en algún otro susto. 
—Dígame.
—¿Y zu marío onde anda?
—Está fuera por motivos de trabajo.
—¿La ha dejao zola aquí?
—Regresa dentro de una semana. ¿Por qué lo pregunta?
Paco la miró muy serio.
—Tenga cuidao.
Lince asentía con la cabeza, circunspecto.
—Me está asustando. ¿“Cuidado” de qué?
—La zangre de su habitación era de un roquero que le vendió zu alma al diablo.
Almudena creyó que una sofocación repentina la mataba. Trastabilló, y Lince la sujetó del brazo.
—¿Se encuentra bien?
—Sí. No se preocupe. Ha debido ser una bajada de azúcar.
Le ayudaron a sentarse en el sofá, y Lince le llevó un vaso de agua.
—Le decía que el greñúo que ce quitó la vida pactó con Belcebú.
—Esos juegos son peligrosos, ¿sabe? —dijo Lince—. El diablo es un cabrón, pero no tiene un pelo de tonto. Todo el que negocia con él muere joven y de forma violenta. Él desprecia a sus esclavos por muchos lujos que les prometa. Y..., ¡cuidado!: siempre engaña. Sólo busca corromper.
—¿Cómo sabe tanto de eso?
—Porque estuve saliendo con un pendón lusiferino que murió en un acsidente de coche con diecinueve años.
—Lo siento.
—No importa. Era una bruja.
—Por lo visto, el nota que ce mató, compró esta caza atraído por sus malas vibraciones.
—¿Por qué me cuentan todo eso?
—Porque nos sentimos en la obligación de avisarla; tiene que saberlo. Por lo que pueda pasar...
—Pero, ¿qué podría pasar?
—¡A una mujer zola...! de to.
—Aquí vivieron unos pintores grillados que practicaban la magia negra. 
—¡No fastidie!
—Solían colocarse con setas alusinógenas antes de sus aquelarres.
—¡Por favor!
—El caso es que dos pibas la palmaron en el sótano la misma noche: una incauta vístima de un sacrifisio ritual, y otra de la secta que se pasó con las setas y se ahogó en su propio vómito.
—¡Dios mío!
—Dicen que la noche de marras estaban tan flipados, que salieron a correr en porretas por el campo. Por eso los pillaron. Pero la Guardia Siví no detuvo a toda la basca demoníaca...
Ce escapó el mandamás.
—¡Qué horror! ¿Y le cogieron más tarde?
Los dos albañiles negaron con lentos y sincronizados movimientos de cabeza.
—Se cuenta que lo han visto pululando por la urbanisasión.
Almudena se llevó las manos a la cara al saltársele dos lágrimas reflejas.
—Pero... ¿Por qué? ¿Para qué viene por aquí? ¿Qué quiere?
—Lo más jodido del asunto, es que al pareser, abrieron en “su sótano” una puerta al inframundo por la que se cuelan los demonios.
Éza es la razón de sus vicitas a esta caza.
—¿A esta casa?
—Comentan por ahí que el mandamás satánico se mueve por estos pasillos como por su casa.
—¿Aquí? ¿En mi casa?
—Han visto luces estando deshabitada. Se dice que entra cada vez que nesesita entenderse con Asmodeo.
—¿Y ése quién es?
—El demonio de la lujuria.
Almudena sintió un escalofrío brutal que la sacudió como una descarga de cien mil voltios.
—Esta casa está muy apartada, y usted muy sola. Si tuviera algún percanse nadie se enteraría de nada. Aquí tiene mi teléfono por si acaso le ocurriera algo —dijo Lince anotándolo en la portada de una revista de decoración que había en la mesa.
—Muchas gracias.
—A la hora que sea. De verdad. No dude en llamarme. Vivo en el pueblo. Si hubiera algún tipo de problema me pongo aquí en un santiamén.
 —¿Qué le hicieron a la chica que sacrificaron?
—Es usté morboza ¿eh?: le rajaron el cuello y bebieron zu zangre.
—Hasta la vista, presiosa. ¡Cuídese!
Esa tarde no pudo concentrarse en las clases. No hacía más que pensar en números: en el precio de los materiales, en los intereses, en las mensualidades... Pediría nueve mil euros al banco —mejor doce por si acaso surgían gastos imprevistos en el peor de los supuestos—. Le dio una y mil vueltas al asunto hasta que le dolió el estómago. ¿En cuántos años lo pondrían? ¿Podrían? Ella cobraba a ocho euros la hora de inglés. Tres clases al día y algunas sueltas los fines de semana, pero... no era un ingreso fijo. Pensaba en esos albañiles aprovechados que querían chuparle la sangre amparados en esa ley de la oferta y la demanda que tanta ruina estaba causando a muchísimas familias en peor situación económica que ella y su marido. Y se consoló pensando en eso como una tonta. La penosa realidad era que los albañiles estaban muy solicitados, y que podían pedir por su trabajo lo que quisieran. Se empezó a encontrar mal tratando de encontrar soluciones. Eran sus alumnos los que le corregían la gramática a ella. Le dolía la cabeza. Pensando en el precio de la cesta de la compra, en el de la gasolina, el de la ropa... Pensando en que cuando llegara la noche tendría que enfrentarse a la casa. Se aterrorizaba de pensarlo.
Esa noche no se olvidó el cargador. Habló con Juanjo, y sacrificó la sorpresa que pensaba darle a cambio de poderse desahogar con él. Se animó bastante con  sus bromas.
—Lo has hecho perfecto —dijo Juanjo—. Ya verás cómo te alegrarás cuando terminen.
—Son unos abusones.
—Cobran todos los mismo, cariño. No te están engañando. No te amargues pensando en el dinero, que la vida son cuatro días.
Ella sonrió.
Al otro lado de la línea se escuchaba marcha.
—¿Dónde estás?
—Aquí, de niñera. Mis alumnos me han traído a una disco del paseo marítimo.
—¡Pórtate bien!
—Lo intentaré. ¡Dejadme tíos!
—¿Qué pasa?
Almudena escuchó a su marido quitarse de encima a unos alumnos chistosos que lanzaban sonoros besitos desternillándose. Alguno le arrebató el teléfono durante un segundo y dijo “¡tía buena!”. Almudena se rió tanto que necesitó un tiempo para poder reanudar la conversación.
—¿Estás ahí? —preguntó Juanjo.
—Aquí sigo.
—Estos se están desmadrando ya. Me los voy a tener que llevar al hotel.
—Déjalos que se diviertan.
—¿Has podido leer algo?
—¿De Poe?
—¡Pues claro!
—¿Te parece poca historia de terror tener que bregar con estos chupópteros?
—¡Mira que eres!...
—Uno de ellos es un ligón.
—¿Me quieres dar celos?
—¡Si lo vieras!
—¿Es tan atractivo como yo?
—No es que sea feo, pero tiene un no-sé-qué que me repele. Va de castigador. Y cuando abre la boca...
—¡Ánimo Almu!, que pronto nos vemos.
—Me han contado cosas horribles de esta casa.
—Habladurías de los lugareños. No hay villorrio por ahí perdido que no tenga su propia mansión maldita. ¡No es romántico!
“Leyendas”, había dicho Juanjo. Pero la que estaba sola allí era ella.
Una tormenta rompió la tranquilidad de la noche.
“Villa Usher” se regocijaba.
 “¿Qué invento es ése de la sequía?”, pensó mirando a través de la ventana del dormitorio la violencia eléctrica de las nubes descargando agua. Aquello de inundaciones en invierno y sequía en verano no le cuadraba: “Lo que se necesita son pantanos que recojan la lluvia, y no el pretexto de la escasez para que los ayuntamientos puedan justificar subidas de hasta un trescientos por ciento en el recibo del agua”.
Pensó en darse un baño relajante que aliviara la tensión acumulada a lo largo del día, y bajó a recoger las toallas del tendedero. Se paró en seco agarrada a la barandilla: un trueno la dejó a oscuras en mitad de la escalera del sótano.
Escuchó un sonido silbante que pareció articular una amenaza susurrada: “¡Sal-de-la-casa!”(?).
Su corazón bombeaba tres veces por segundo.      
Se acurrucó en el peldaño y afinó el oído: un rumor sigiloso de algo reptante se movía hacia ella. Se le dilataron las pupilas, pero seguía sin ver nada. Necesitaba una linterna. Terminó de bajar las escaleras peldaño a peldaño, y un tacto frío le trepó hasta los tobillos.
“¡Agua!”. 
Anduvo a tientas hasta el cajón de las herramientas y rebuscó hasta que palpó la linterna. Pero sólo pudo alumbrarse con un hilo de luz mortecina que apuraba las últimas rebañaduras de pilas. Enfocó hacia el gorgoteo que parecía hablarle, y vio varios caños del grosor de un dedo que atravesaban el muro subterráneo. Un palmo de agua cubría el enlosado. Desatascó de cartones y porquería el sumidero del centro, y el hediondo agujero comenzó a chupar con gula como si fuera la boca hambrienta de una bestia que hubiera despertado de un sueño de remolinos de sangre. 
Volvió la luz. Aprovechó para coger las toallas y subir corriendo.
Las bombillas oscilaban, queriéndose apagar. Cogió unas velas del altillo de la despensa, y se encerró en el baño.
Arreciaba la tormenta.
Otra vez a oscuras —“puñetera compañía eléctrica”, “jodido monopolio...”—. Encendió las cinco velas y se quitó la ropa. Desnuda frente al espejo mientras la bañera terminaba de llenarse, fue consciente de la gravedad de los daños en los muros del sótano.
Sumergió la cabeza y la espuma se llevó lágrimas y presupuestos.
Estaba adormecida cuando la sobresaltó un chirrido tan desagradable como el de uña afilada arañando vidrio. Asomó la nariz por la cortinilla coincidiendo con un relámpago, y creyó ver unos ojos mirándola desde el otro lado de la ventana. Gritó, salió del agua, y corrió a oscuras hasta el dormitorio. Bloqueó la puerta con el arcón que tenían a los pies de la cama, y se metió en el armario. Pasaron unos minutos antes de que se atreviera a salir. Tenía frío y se sintió débil. Se terminó de secar con la colcha, descorrió las cortinas de las ventanas del techo para que entrara algo de luz, y se metió en la cama.
—Pero... ¿Qué coño...?
Escuchó ruidos en la planta baja.
Cogió el móvil, pero Juanjo tenía el suyo apagado.
La estructura de la casa se estremeció durante diez segundos.
Almudena ahogaba su llanto con la almohada para no ser oída, cuando un chasquido abrió una grieta que partió en dos la mancha de sangre seca de la pared. Almudena se metió debajo de la cama.
La tormenta parecía alejarse.
Se puso los vaqueros y un suéter, y se acostó vestida.
Y un ruido infernal la despertó.
Miró el reloj de la mesita con un ojo: Las once menos cuarto de la mañana.
Creyó que la casa se caía. Eran los subwoofers a todo meter de una discoteca con ruedas. Almudena abrió la ventana y se asomó al jardín: un Toyota Celica amarillo con alerón estaba parado frente a la verja de entrada.
—¿Le gusta mi “buga”, palomita? —gritó Lince haciendo sonar La cucaracha del claxon.
—¡Ce le han pegao las zábanas o qué! —dijo Paco.
—¡Ahora bajo! ¡Denme un segundo!
—No le pienzo dar na. Tómece el tiempo que quiera: ce lo voy a cobrar...
Se arregló un poco y les abrió.
—¡Cómo andamos! —preguntó Lince.
—Tirando.
—Tiene ojeras, ¿no ha dormido bien?
—Nada bien.
—¿Escuchó el terremoto de anoche?
—¿Fue eso? ¿Un temblor de tierra?
—Un día se va a ir toa Graná a tomá p’ol culo: ce debe a la placa africana, que choca justo donde estamos nozotro, ¿entiende usté lo que le digo?
—Se han retrasado. ¿Qué ha pasado?
—Un poquillo, : un problemilla. Na, que el Lince...
—¡Calla, coño! —dijo Lince.
—Que habemos tenío que pazar por el zanatorio pa que el practicante le quite a éste una garrapata de la ingle.
—¡Una semana llevaba la hija de su madre jodiéndome!
Detrás del Celica había una camioneta conducida por otro albañil.
—¡Buenos días, patrona! —dijo un inmigrante boliviano.
—¡Hola!
—¡Venga, Atahualpa! —dijo Paco—. Déjate de cháchara y descarga el material, que te pago por horas.
—¿Está todo en regla? —preguntó Almudena.
—No la entiendo.
—Que si este chico trabaja para usted legalmente.
—¡Tranquilaaa...! Tiene papeles, y está dao de alta.
Empezaron por uno de los cuartos de baño.
Almudena no podía estudiar. No sabía qué era peor: si los golpes que daban trabajando y el ininterrumpido traqueteo de la hormigonera, o sus estúpidas voces. "¡Atahualpa! ¡Cagon-toa tu casta! ¡Mueve los cojone, hioputa!, que eres más flojo que un muelle de guita”. “¡Quilloooo!, ¡la meeezcla!”.
No podía concentrase. Era inútil. Dejó los áridos textos del temario, y cogió los cuentos completos de Poe. 
A las once y media cesó el jaleo. Preocupada, fue a ver qué pasaba, y se los encontró sentados a la mesa de la cocina.
—¿Qué pasa?
—Es nuestra hora del almuerzo.
—Tenemos derecho a media hora pagada de bocadillo —dijo Lince.
—Pero... claro... claro... ¿Y el chico?
—Atahualpa va a su rollo.
—¿Tendría unas servesillas fresquitas?
—Sí, claro... perdonen —dijo sacando unas latas del frigorífico.
—Nunca las ofrece, ciempre hay que pedirlas.
—Señora, está usted divina, pero tiene menos detalles que el salpicadero de un Seat Panda —dijo Lince mientras masticaba un enorme bocado de la barra de pan rellena de tortilla de patatas y pimientos que se estaba zampando.
—Le llevaré una al chico...
—¡Tranquila!, el indio es abstemio.
—Está leyendo un libro de miedo, ¿no? Lo digo por el dibujo de la calavera y la mancha de zangre.
—¡Ah!, la cubierta... Sí. Mi marido dice que es de lectura obligada.
—¿Y no es ya mayorcita pa leer esas chorradas?
—Bueno, yo... leo de todo. ¿Y usted qué lee?
—¿Quién yo?
—Sí, usted.
—Nunca he leío un libro en toa mi vida, y estoy orgullozo de ello. Tendrían que quemar to los libros como hacían en un película de cencia fición que vi hace tiempo en la tele.
—No diga eso, hombre.
Ezo de leé es pa inteletuales que ce pueden permitir el lujo de perder el tiempo en leer paparruchas inventadas que no zon verdá ni cirven pa na.
—No le gusta la obra de ficción.
—No me gustan los libros. Y estoy orgullozo de no haber leío ninguno.
—Pero, ¡sabrá leer!, ¿no?
—¡Claro, cojone! Hay que zabé leé pa que no le engañen a uno.
—La verdad... no es para estar orgulloso de eso.
—¿Qué no? A mí no me ha hescho falta tené que leé ningún libro pa llegar donde he llegao.
—Se siente realizado, por lo que veo.
—Más que realizado: empecé de cero, y hoy tengo cuatro cazas, ceis pizos, ciete apartamentos en primera línea de playa, nueve plazas de aparcamiento repartías en tres bloques, dos bajos comerciales, y una parcela de una hectárea en zona rústica que pronto recalificarán.
Almudena se quedó pasmada.
—¡Menudo patrimonio inmobiliario tiene usted! —“¡Qué cabrón!”, pensó.
—No me puedo quejar.
—Está forrado, ¿eh? Podrido de dinero, vamos.
—¿Dinero? No tengo ni un duro. Lo tengo to invertío en ladrillos.
—¿Y eso?
—El dinero guardao no rinde. Aparte de que no me fío de los bancos. Ahorras y ahorras pa tener algo en la vejez, y aluego llega un listillo hioputa y se escapa con la pasta de todo el mundo a un paraízo fizcal de alguna isla perdía de por ahí, y a ti que te den pol culo.
—Para eso está la justicia, Paco.
—¿Justicia? ¡Ja! Primero lo tienen que pillar, y aluego, ci es que lo pillan, le meten un porrón de años de cárcel que ce quedan en uno o dos ci ce porta bien…, ¡y ya está! Robar en ezte paíz es un negociazo de padre y muy señor mío.
—¿Y a usted cómo le ha dado tiempo de amasar tantos bienes en una vida?
—¡Con el zudor de mi frente! currelando de zol a zol. A mí naide me ha regalao na.
—¿Y lo tiene en alquiler?
—Lo tengo pa revender. Me lo quitan de las manos. Pero muscho ojo: cin prisas. Ci me precipito, le pierdo dinero. El truco está en comprar y vender en el momento adecuado, ¿zabe?
—Pero si lo vende, y no piensa meter el dinero en un banco, ¿qué hace con el beneficio?
—¿Po qué voy hacé, cojone?: ¡pue comprá más pizos!
—¿Y le parece bonito especular con algo tan necesario como la vivienda?
Azí es la vida, ceñora; cada uno ce la busca como puede. El que no corre, vuela. Y el que esté libre de culpa... ¡Ya zabe!
—¿Y no ha pensado en retirarse?, entiéndame, ¿no preferiría tener menos cosas, y vivir algo más la vida? De qué le sirve tener tanto, si no lo puede disfrutar.
—Yo zoy un currante, ceñora. Vivo para el trabajo. Disfruto trabajando.

            Almudena no podía concentrarse en la lectura. Ahora era la mesa cortadora la que la torturaba con su giro hiriente. Y seguía el vocerío. Pensó de pronto en darse un paseo por el jardín y salir de aquella jaula de grillos, cuando unos tremendos golpetazos la hicieron palidecer de puro espanto al pensar en lo peor: “¡Dios mío, se cae la casa!”. Corrió al cuarto de baño y se quedó mirando el estropicio sin atreverse a entrar. Lince había echado abajo el tabique con una machota de mango largo, y la habitación de al lado que hacía las veces de estudio y biblioteca, estaba enteramente arruinada entre cascotes y agua de las tuberías destrozadas. El ordenador, el equipo de música, los discos, ¡sus libros!...
—¡Mis libros! —dijo estupefacta—. ¡P... pe... pero... qué coño...!
—¡La llave de paso! ¡La llave de paso! —le gritaba Lince.
Pero ella no podía escucharle. Su mente jugaba al escondite con la realidad, intentando retardar la locura.
—¡Mira a ver en el zótano! ¡Corre!
—¡Voy voy! —Dijo un Lince diligente.
—No ce me angustie ceñora. Lo que ha pazao ha cío que la pared le ha tocao los cojone a Lince porque por cada azulejo que ponía ce caían dos. Pero no paza azolutamente na. De toas formas había que quitarlos tos y alicatar de nuevo. Le vamo hacé un tabique nuevo, y quedara muscho mejó porque el otro estaba escho una verdadera mierda; ce ha caío prácticamente zolo. Alégrece, que no le va zalir muy caro: ezo ce lo apañamos en una cemana como Paco que me llamo.
Lince dio con la llave, y cortó el agua.
—¡Pacooo! —gritaba Lince desde el sótano—. ¡Paaacooo! ¡Paaaco!
Y Almudena dio tres respingos sin salir de la catarsis.
Paco salió corriendo escaleras abajo, seguido por Atahualpa y por Almudena reanimada, que no quiso quedarse sola en medio del derribo. Pero no terminaron de bajar las escaleras. El sótano era una balsa de agua que le llegaba a Lince por la cintura.
—¡Joooder!... —dijo Paco.
La lavadora, la secadora, la caldera, efectos todavía sin desembalar...
Almudena volvió a desconectarse del mundo.
—¿Qué ha pazao, tío?
—¡Yo qué sé!
—¡Corre ve y traéte del remolque de las herramientas la bomba de achicar y la manguera! —mandó Paco a Atahualpa.
Almudena fue recuperando el estado normal de conciencia conforme el agua iba bajando, y por fin logró hablar:
—¿Qué ha pasado aquí abajo?
—El terremoto ha quebrao los cimientos.
—Esta casa no tiene zunchado antisísmico —dijo Lince—. Se ve por el socavón que se ha abierto en suelo. ¿Ve?, ni siquiera hay mallazo. 
—¡Dios mío, qué agujero! —dijo Almudena.
—Y lo peor es que la casa está construida sobre una corriente de agua subterránea. ¿La oye?
—¿Pero de dónde ha salido tanta agua…? ¿Del suelo?
—Creo que no. ¡Mire!, los muros maestros están “mírame-y-no-me-toques”: también se han rajao. El diluvio de anosche ha debío formar una arriada en las vaguadas que ha inundao el zótano.
Todavía continuaba entrando algo de agua a través de las grietas.
—Lo sentimos mucho, pero nos tenemos que ir ya.
—El horario es el horario. Le dejamos aquí la bomba por ci esta nosche vuelve a llové. Tiene que pararla antes de que coja aire para que no ce queme el motor, ¿vale?
—¿Tiene arreglo esto?
—Lo primero es apuntalar el techo con tablones y puntales de hierro. Luego tendremos que derribar el muro y encofrar para ponerle un murallón de hormigón armado bien enganchado al resto de la edificasión.
—¿Quedará bien?
—No ce preocupe, ci es necesario le metemos algún pilar de acero para reforzar la estructura donde haga falta.
—El suelo lo dejaremos para lo último.
—¿Y tardarán mucho?
—Vamos a tener faena para tres meses; seis a lo sumo.
Almudena encajó la noticia como un puñetazo en la boca del estómago. Estaba desfallecida. No tenía fuerzas ni para llorar.
—Mañana nos retrasaremos una mijilla porque tengo que pazarme antes por la oficina del INEM para arreglar unos papeles.
—¿Necesita contratar mano de obra?
—¡Qué va! Nos apañamos bien los tres.
—¿Entonces?
—Porque el mes que viene dejo de cobrar el paro, y voy a zolicitá la “ayuda familiar”.
Almudena comenzó a reír como una posesa. Los tres albañiles dieron un paso para atrás a la vez, creyendo que se había vuelto loca.
Se calmó:
—Pero Paco, si no le hace falta el subsidio, hombre...
—¡Pero tengo derecho! ¡cuchi qué pollas!
—No. No tiene: “el paro” es para gente desempleada. Usted trabaja. ¿Entiende lo que le digo?
—Esto no es un trabajo: es un chapuz pa ir tirando —dijo, y encendió la colilla que tenía en la oreja. Y se la fumó.
—Disculpe, pero tengo que advertirla de algo muy desagradable.
—A ver, Lince. ¡Qué me quiere cobrar ahora!
—Nada mujer, ¡qué puntillosa es usted! Me refería al tema del “brujo”. Tenga cuidado porque se comenta que lo vieron anoche por el pueblo.
—¡No es posible!
—Me temo que sí. Se lo digo para que esté sobre aviso, porque la cosa no es moco de pavo. Ese sujeto es una mala bestia. Peligroso.
—Será un malentendido. ¿Qué iba a estar haciendo por aquí?
—Ya ce lo dije: querrá hacer una vicita a los demonios de zu antigua caza.
—Seguro que “el pájaro” hasta guarda un juego de llaves —dijo Lince.
Almudena se asustó.
—¿Y si me cambian las cerraduras?
—Me parese sensato, pero hasta mañana no va a poder ser. ¿Las compra usted o las traigo yo? A mí me hasen descuento en la ferretería...
—Tráigalas mañana.
—Lo dicho: si me nesesita, llámeme.
Almudena telefoneó a sus alumnos para decirles que no se encontraba nada bien, y quedaron en que ya les avisaría para recuperar las clases otro día. Esa tarde permaneció impasible ante la belleza cerúlea del Mediterráneo. Recordó momentos felices y se llenó de toda la luz del mar y el cielo juntos, preparándose para afrontar la noche.
El Sol se ocultó en el horizonte coincidiendo con terribles miedos que pretendió acallar buscando explicaciones sencillas a los misterios amenazantes y profundos de “Villa Usher”, como si la malignidad sobrenatural que rezumaban sus muros fuera mera fantasmagoría. 
Manoseó los libros empapados como si pudiera devolverles la vida con caricias.
—¡Te odio! —le gritó a la casa.
Le respondieron extraños crujidos. Estallidos de fracturas como si las paredes quisieran abrirse para permitir la entrada a una legión de demonios primitivos devorándose entre ellos por colarse entre las grietas.
Llamó a Juanjo y le resumió las incidencias del día:
—¡Seis meses son seis millones de pesetas!
—Dales puerta.
—¿Y quién lo termina?
—Buscaré a otros.
—No conocemos a nadie aquí... ¡No tenemos a quién recurrir!  
—Le voy a tener que pedir dinero prestado a mi madre.
—¡Ni se te ocurra! ¡Lo que nos faltaba!...: que termine de creerse que esta casa es suya.
—No le veo otra solución. Ya se lo devolveremos cuando podamos.
—No.
—¡Pues ya me contarás cómo!...
—Algo se me ocurrirá.
—Si quieres... mientras dure la obra podríamos vivir con mamá.
—Juanjo...
—¿Sí?
—Me he casado contigo, no con tu madre.
—¡Cómo eres!
—No me traga.
—No es para tanto.
—No me quieres entender.
—Es una mujer adorable.
—¡Qué horror! Preferiría compartir piso con Lince.
—¡Pues arreglado! —y colgó.
—¿Juanjo?...
Almudena escuchó ruidos extraordinarios que no supo identificar.
—¡Hay alguien en casa! ¡Juanjo!
Marcó la última llamada, pero Juanjo había desconectado el teléfono.
Golpes sordos. Susurros. ¿Sería el brujo?
Aquellos sonidos indistinguibles despertaron sus temores más íntimos. Se vio reflejada en el espejo del tocador: estaba pálida. Se oyó a sí misma rezar en voz baja, casi llorando, imaginándose víctima de una violación ritual como Mia Farrow en La semilla del diablo. Pensó en el pintor satánico invocando los favores del mal a cambio de ceremonias sangrientas. Allí dentro, en su casa..., ¡ahora!
En un arranque de arrojo para espantar al miedo se asomó a las escaleras.
—¡Quién anda ahí!
“¡Almudena, no bajes!”.
Retrocedió hasta el dormitorio, atrancó la puerta con el arca de sus secretos, y deslizó su espalda por la pared hasta sentarse en el suelo.
“¿Serán paranoias mías?”. “¿Aviso a la Guardia Civil?”. “¿Y si hago el ridículo?”.
Sólo se le ocurrió quedarse quieta y respirar despacio.
“¿A qué huele?”.
Era un olor nauseabundo. No hubiera sabido decir si era a quemado, a terremoto, o a vicio de perversiones antiguas impregnando las sombras.
Creyó escuchar pasos deambulando. Violentos movimientos.
Era como si en la endemoniada casa fluctuaran fuerzas satánicas adheridas a las habitaciones rastreando el umbral; intentando cruzar la delgada membrana que separa la dimensión infernal de la nuestra.
Pasó una hora tan larga como toda una noche, dormitando encogida en la penumbra. A veces, cuando las nubes ocultaban la luna y por la claraboya sólo entraban manchas cautelosas, sus ojos la traicionaban con distorsiones de la visión periférica que le hacían ver fantasmas grises que se le echaban encima.
¿Algo subía las escaleras?
Podía escuchar el crepitar de las baldosas sueltas bajo los pasos, como el rumor de las hojas muertas en un parque.
Le aterraban los latidos de su propio corazón. Tenía que dominarse. Luchó contra el miedo cerval que pretendía doblegarla, y se concentró en cosas agradables. Necesitaba conservar la entereza antes de que un espasmo liberase un pánico suicida que la arrojara por la ventana.
La casa estaba helada.
Imaginó toda suerte de asesinatos brutales a manos de la secta del pintor. Los vio inclinados sobre una garganta abierta como si fueran demonios de la noche bebedores de sangre. Y lo vio a él; al líder de corazón pútrido, afilados colmillos, y sonrisa sangrante, mirándola con ojos enloquecidos y señalándola con el dedo.
Las cuatro de la madrugada. Se había dormido.
La despertó algo pesado que se arrastraba por la pared del pasillo, justo al otro lado de donde ella se apoyaba. Se retiró de un salto y abrió la ventana, dispuesta a descolgarse por unas sábanas atadas a la cama hasta el saliente del tejado de la cocina que tenía unos metros más abajo. Prefería romperse una pierna en el intento a que un emisario del infierno la atrapara.
Empezó con los nudos sin quitar ojo a la puerta. Algo parecía respirar; “olfatear” —para ser más exacto— la rendija.
Estaba anudando el tercer tramo cuando lo que fuese que allí hubiera golpeó la puerta.
Almudena se hizo un lío con los nudos y sus dedos.
Unos dientes afilados como agujas arrancaron astillas de la madera a mordiscos.
Pensó en escapar tirándose de cabeza por la ventana, pero los rabiosos bocados a la puerta remitían. 
Aprovechó el respiro para buscar como loca la revista donde Lince había anotado su teléfono, pero... lo descartó. Aquel individuo podía tomárselo como una invitación a su cama, y no le apetecía tener que pararle los pies.
Se acercó a la puerta y... le pareció reconocer los fieros chirridos que correteaban por el pasillo. Asomó un ojo por un resquicio que abrió con cautela, y allí estaba la causa de todo su terror: ¡Ratas! Como gatos de grandes. La miraron con ojillos intrigantes, y se levantaron sobre las patas traseras en posición de ataque.
Después de lo que había pasado le parecieron tiernos gazapos. Dio un portazo, se llamó estúpida, y se acostó.
El jueves por la mañana Almudena se levantó de mal humor. Olía fatal. Lo primero que hizo fue bajar al sótano para inspeccionar el socavón. Efectivamente, comprobó que el agujero era un coladero de ratas. Luego, siguió el rastro del hedor hasta descubrir en la terraza trasera del jardín un movimiento de tierra que había dejado al descubierto una arqueta de saneamiento rota.
A las diez y media llegaron los albañiles.
Los dejó trabajando y bajó al pueblo para comprar trampas y veneno para ratas. Cuando llegó sólo vio trabajando al boliviano; Paco y Lince estaban sentados en la cocina, discutiendo de fútbol. Sobre la mesa había seis latas arrugadas de cerveza.
—¡Qué hay!
—Hola Paco. Le recuerdo que está usted trabajando por horas, este rato de charla se lo voy a descontar.
—¡Donde hay confianza da asco, cojone!
—¡Eso digo yo!: ya veo que me han asaltado la nevera y se han servido ustedes mismos...
—Ya le he cambiado todas las serraduras —dijo Lince lo más encantador que pudo ponerse.
—Gracias.
—Mire, ceñora: lo hemos estado pensando y...
—¿Qué?
—Hay que hablar de cuartos.
—¿Qué pasa ahora?
—Tenemos que incrementar el precio de la hora con un plus de peligrocidad.
“¡No me puede estar pasando!”.
—¿Le parezco peligrosa? —dijo Almudena intentando caer en gracia por si colaba.
—Una rubia muy peligrosa, sí, pero si quiere que sigamos nos tiene que pagar cuarenta y ocho euros la hora de Paco, y veinte y dos la mía.
—¿A santo de qué?
—Porque nozotro no tenemos la culpa de que le vendieran “la burra ciega” cuando compró esta jodía caza. Y si estamos expuestos a que una bovedilla nos abra la cabeza, ezo hay que gratificarlo.
—¿Y por eso me sube de golpe ocho euros la hora suya, y cuatro por cada uno de los peones? ¿Sesenta y cuatro euros más al día?
—No. Ce equivoca: cerían zolamente cuarenta euros más al día, porque le dije al principio que yo cobraba cuarenta y dos, y los peones veinte.
—Me dijo que usted cobraba “cuarenta”, y los peones ¡“diecioscho”!
Pos entonces me escuscho malamente.
—Le escuché perfectamente, y no le pienso pagar más de lo que hablamos.
—De acuerdo..., de acuerdo... Ni pa usté ni pa mí: lo dejamos en cuarenta y cuatro, y ventiuno al día, y no se hable más. ¡Ala! ¡Ya está!
—A mí me parese rasonable...
—¿Y si no quiero?
—Pues le dejó la obra colgada.
—¡Y arreglar el sótano corre bulla! —dijo Lince—. “Urgente” diría yo. Lo toma o lo deja.
—Lo tomo. ¡Qué remedio!
Ceñora... ¡Me quito el zombrero! —dijo Paco levantando su gorra—. Negociando es usté un auténtico lince.
—Y usted un vampiro —dijo suavizándolo con una sonrisa—. Perdone, pero si no se lo digo reviento.
—¡Un vampiro! ¿Y a qué viene eso?
—Si lo busca en el diccionario encontrará: “persona codiciosa que abusa o se aprovecha de los demás”.
—¡Oiga! ¡Sin faltar! Que yo no le pongo una pistola en el pecho “pa” obligarla... ¿eh? A mí me la zúa, me zobra el trabajo...
“Éstos no se van a conformar con sacarme la cera de los oídos, como me descuide, me desuellan viva”. “Tengo que buscar otros albañiles”. “Mientras tanto, tendré que aguantar mecha”.
—Que sí, Paco: usted gana.

Era imposible estudiar, así que Almudena siguió leyendo los cuentos de Edgar Allan Poe. El ruido del palustre rebañando mezcla en la carretilla la ponía de los nervios; retumbaba en la “Casa Usher” como el de una refinada máquina de torturar.
Paco y Lince hablaban entre ellos a voz en grito. Era inevitable escuchar como aireaban sus intimidades o discutían de banalidades, y de más fútbol. A veces estaba convencida de que peleaban, cuando en realidad, sólo retozaban.
—¿Zabe tú lo que voy a hacer yo cuando demos de mano, Lince?
—Ni puta idea, macho.
—Lo primero ponerme “agustito” en la tasca del Indalecio; lo cegundo echarle un porvo a la parienta; lo tercero quitarme el mono de trabajo y ponerme de limpio; y lo cuarto y último, apalancarme en el butacón con unas birritas y ver la tele.
—Pues yo hace tiempo que no echo un núo.
Poyá zabe...
—Este fin de semana me voy de casa.
—¿Te vas de tu caza? ¿Y adónde vas a vivir?
—¡Me voy a casar!
—¿Que vas a cazarte, cabrón? ¿Con quién?
—¡A casar codornises, coño!
—¡Ah, cojone!... ¡Po dilo…!
Almudena estaba fascinada con el arte inigualable de Poe. Palabras mayores. Se preguntó por qué la vida tenía que ser tan cruel con las personas de talento creativo, y encontró la respuesta en la tristeza de su soledad: “porque la gente sensible sufre en este mundo más que los demás”. No era un autor maldito.
—¿Tiene un botiquín, patrona?
El inmigrante entró en la cocina con la mano sangrando.
—¡Pero qué te ha pasado!
—Me he cortado con el palustre.
Almudena le limpió la herida con algodón y agua oxigenada.
—¿En qué estabas pensando?
—Estaba escafilando y...
—Tienes que ir al hospital para que te pongan unos puntos y la vacuna del tétano.
—No puedo permitírmelo, patrona. Los hospitales son caros.
—No me llames “patrona”, ¿quieres? Soy Almudena. ¿Cuántos años tienes?
—¡Dieciocho!, aunque aparente menos.
—Atahualpa, ¿no?
—Me llamo Pedro. “Atahualpa” me lo han puesto éstos.
—Perdona, no lo sabía.
—No importa.
—¿No tienes seguridad social, Pedro?
—No. Estoy sin papeles.
—Bueno, da igual. No habrá ningún problema para que te atiendan en urgencias.
—Lo sé. Lo que pasa es que...
—¿Qué, Pedro?
—Que me da vergüenza de que me atiendan por caridad. No me gusta mendigar.
—Estoy segura de que los médicos no lo van a ver como tú dices.
—Ya, pero no.
—Pues tienes que ir te guste o no.
—No iré.
Almudena se subió en una silla para llegar a lo más alto de la alacena, y sacó de un bote antiguo de pastas de té, cien euros en billetes arrugados de veinte.
—¡Son mis ahorrillos para trapos!
—¡De ningún modo!
—Insisto.
—Ya le digo que no me gustan las limosnas.
—Es un préstamo. Cuando puedas, vienes por aquí y me lo devuelves.
—Bien. Así sí. Gracias, Almudena.
—De nada.
—Es buena gente.
Almudena sonrió.
—Pedro, dime una cosa: ¿cuánto te paga Paco? —preguntó mientras le vendaba la mano.
—Quince euros.
—¿Quince euros la hora? —“ya le estaba sisando tres”, “¡será cabrón el Paco éste!...”, pensó.
—Quince euros al día.
“¡Su puta madre!”, pensó Almudena.
—Pero..., ¡te está engañando! —dijo indignada.
—Y a usted también. Tenga cuidado porque...
—¡Atahualpa! ¡Cagon-to! —dijo Paco entrando en la cocina como un energúmeno—. ¡Dónde te metes!
—¿Quiere hacer el favor de no gritar? —dijo Almudena elevando el tono—. El chico ha tenido un accidente.
—¡Eres un macana, tío! ¡Es que no das un palo al agua! Me estás costando los dineros. ¡Toa la mañana echá por alto por tu culpa! ¡Ahora que a mí me da igual!, ¿eh?: ¡estás despedío!
—Paco, tranquilo. Le estoy diciendo que...
—¡Zanceacabó! ¡Coge tus cosas y vete!
—Como soy la patrona, le readmito.
—¡Usté cállece!
—El que tiene que callarse es usted. Le recuerdo que está en mi casa.
—Déjelo Almudena. Ha sido culpa mía. Ya me advirtió de que tuviera cuidado en no lastimarme, o me despediría.
—¿“Almudena”? ¿Qué confianzas zon ezas, indio de los cojone?
—¿Por qué no le da una oportunidad al chico?
—Porque no puede trabajar con una mano asín. Hay inmigrantes como él a montones.
—No es tan grave. Yo creo que con una semana de reposo... —insistía Almudena.
—¡Una cemana! ¿Está usté loca? El trabajo es el trabajo.
—Adiós Almudena. Gracias por todo —dijo Pedro, y se fue.
Almudena no podía creer que todavía pasaran cosas así. Se fue al lavabo del aseo sano para refrescarse la cara y llorar un poco. Estaba enfadada con ella misma por haberle faltado carácter para gobernar el asunto.
Escuchó pisadas cautelosas en su habitación.
También ella anduvo con cautela.
—¿Qué hace ahí?
—¡Nada! —dijo Lince cerrando de golpe el cajón de la cómoda—. ¡Joder qué susto! —y salió del cuarto.
—¡Un momento!
—¿Sí? —dijo Lince volviéndose con cara de despiste.
Almudena abrió el cajón mal cerrado, miró dentro, y vio que faltaban sus mejores bragas.
—¡Lince! Deme eso, ¿quiere?
—¿El qué?...
—Lo que ha cogido. Devuélvame mis bragas.
Las sacó del bolsillo del mono, las olió con fruición, y comenzó a girarlas en el aire alrededor de un dedo, sonriendo como un sátiro. Cada vez que Almudena alargaba la mano para recuperarlas, Lince las retiraba y las cambiaba de mano. Así tres veces.
—¡Que me las devuelvas, coño!
—Cógelas si puedes...
—Me costaron sesenta euros, ¿sabes?
—Te doy cien por ellas.
—No hay trato.
—Ciento veinte.
—¡Que me las devuelvas, gilipollas!
—Tampoco es para que se ponga así —dijo tirándoselas a la cara, y se alejó en tres zancadas.
A las doce y treinta dejaron de trabajar.
            —¿Ya se van?
—Siempre paramos media hora antes para que nos dé tiempo a recoger y a limpiar las herramientas, la carretilla, la hormigonera...
Los chupasangres se fueron.
Almudena reparó en tres cabellos blancos en una sien. Tenía la casa empantanada en una obra sin fin; cada día estaba peor que el anterior, y ya debía más de mil euros. Era toda una pesadilla tener que tratar con aquel par de granujas que merodeaban por la casa despojándola de su intimidad.
Esa tarde tampoco dio clases. Ni llamó para avisar. No tenía ganas de ver ni hablar con nadie. La pasó mirando fotos sentada en el sillón del estudio derruido, y ahuyentando ratas con trozos de ladrillo cuando alguna se hacía la despistada por allí.
Pensó enlazar el atardecer y la noche con una llamada para que las sombras graduales se hicieran más digeribles, pero el teléfono móvil de Juanjo estuvo desconectado todo el tiempo. Probó después de cenar un sándwich mixto, y hubo suerte:
—¿Cómo va la obra, muñeca? —Dijo Juanjo tartajeando.
Las risas de fondo de los alumnos la mosquearon. No estaba de humor para “mamoneos”.
—¿Puedes decirle a tus alumnos pajilleros que tengan la delicadeza de permitirnos hablar un momento?
—Estás rara, nena. ¿Qué coñio passsa, tía?
Y sus alumnos se partieron el culo de risa.
—¿Estás borracho?
—¡Estos cabrones!: ¡que me han liado! —su lengua se embrollaba.
Juanjo tenía un pea del quince.
—¿Cómo te va con Lince y su compinche, bomboncito?
—¿Hazte un favor, quieres?: madura un poco. ¡Ah!, y “cambia el chip” de “profe-colegui-enrollado”. El estereotipo ha fracasado. ¡Mira cómo está la educación en “este país”! —y colgó.
Llovía un poco.
La noche estaba cargada de infrasonidos horríficos que llevaba el viento. 
La “Casa Usher” era un hervidero de miedo, ira, ansiedad, tristeza.
Se cortó la luz.
La oscuridad abrigaba ruidos demenciales: la bisagra de una puerta accionada por una corriente de aire podría haber sido la tapa de un ataúd vampírico oculto en una cámara del sótano; el viento entre los agujeros de los ladrillos rotos hubiera podido ser el lamento de un cadáver sepulto entre dos muros; el cuchicheo de las ratas, por qué no, semidioses arcanos de benevolente maldad conspirando contra la luz. Pero una tos ahogada en la planta baja no podía ser otra cosa que un intruso de este mundo.
“Villa Usher” tal vez pudiera ser la antesala del infierno, y la sangre de Pedro quizás podría tomarse como un mal presagio, pero las huellas del pasillo no eran barro de cementerio. Sino del jardín.
Almudena no estaba sola en la casa.
No lo estaba. Lo supo al escuchar una melodía de rock satánico que silbaban los labios de un extraño al pie de la escalera...; el mismo que se acercaba escalón a escalón hasta la puerta de su dormitorio.
Tenía que avisar a Lince. Estaba segura de que llegaría antes que los agentes de la benemérita. Se arrepintió de no tener a mano la revista con el número, y se llamó gilipollas por no haberlo guardado en memoria. Intentaba pulsar los botones luminosos, pero le temblaban las manos. No hacía otra cosa que rezar, equivocarse, y seguir perdiendo preciosos segundos tecleando dígitos erróneos mientras el acólito del maligno seguía subiendo lentamente.
Cuando al fin lo logró, sonó un teléfono al otro lado de la puerta.
—¡Dime, presiosa! —dijeron dos voces desfasadas como si una fuera un eco de la otra.
Almudena soltó el teléfono como si quemara, y se refugió en un rincón.
El poniente traqueteaba los árboles como si fueran juncos.
Lince abrió la puerta de un empellón, con arcón y todo. “¡Voy p’allá!” había dicho en el momento de arremeter con el hombro.
—¡Sorpresa!... ¿A que no he tardado mucho?
—¡Cómo has entrado! ¡Qué quieres! —gritó Almudena asustada.
Lince se apoyó en el marco.
—Me tomé la libertad de haser una copia de las llaves cuando compré las serraduras nuevas. Como no te decidías a invitarme...
—¡Vete!
—Tú me has llamado, ¿no? ¿No me ofreses algo de beber?
—¡Largo!
—Se te ve nerviosa. ¿No follas bien últimamente?
Lince cruzó el umbral.
—¡No te acerques!
—¿Te has puesto sexi para mí, corasón?
Almudena sólo llevaba una camiseta sobre la ropa interior.
—¿A que no sabes quién soy? —preguntó Lince en tono intrigante.
Almudena sintió un frío interior que la abrasaba como el hielo de una fiebre repentina que la sospecha hubiera incluido en el mismo lote de la respuesta.
—¿El… “brujo”?
—Lo soy. Y para mí será todo un honor y un plaser, enseñarte el exquisito arte de la perversión sexual —dijo acercándose con una sonrisa maliciosa y lasciva.
Almudena intentó marcar el “062”, pero Lince estrelló el móvil contra la pared de un violento manotazo.
—¡Mira tú por dónde, me voy a cobrar el plus de peligrosidad en carne!
—¡Cabrón!  
Lince la estrujó contra él, y le arrancó las bragas de un tirón.
—Éstas me las quedo de recuerdo.
Almudena forcejeó lo que pudo, pero estaba atrapada en sus brazos.
La lengua de Lince la cogió por sorpresa, y se introdujo rudamente en su boca. Almudena luchó por respirar algo de aire: el aliento del brujo olía a cañería.
—¿Y si te dijera que soy un vampiro de verdad?
Almudena creyó que se desmayaba de miedo.
—Después de joderte a conciencia te morderé el cuello para chupar tu sangre —le susurró al oído mientras le mordía el lóbulo de la oreja con sus dientes podridos.
El “brujo” deslizó una mano por el vientre de Almudena, pero no pudo llegar al apetitoso final del recorrido. Almudena escuchó un tremendo golpe, y el brujo se giró con una brecha en la cabeza; se tambaleó aturdido por la conmoción y desorientado por la sorpresa, y cayó semiconsciente en la alfombra, balbuceando obscenidades.
—¿Está bien, Almudena? —preguntó Pedro enfocándola con una linterna.
El chico dejó a un lado la pala con la que había golpeado al brujo, y cubrió a Almudena con la colcha. Almudena estaba temblando. Se abrazó a él, y se echó a llorar.
—¿Ves cómo te agarra? Esta tía es una cachonda, te lo digo yo —dijo el “brujo” intentando levantarse.
Otro chico de la misma edad que Pedro, pero de doble tamaño, levantó un bate de béisbol para indicar al brujo que siguiera en el suelo.
—¿Quién es? —preguntó Almudena.
—Mi primo Andrés.
—¡Buenas...!
—Encantada —dijo ofreciendo la mano.
—Sabía que esta alimaña iba a venir a por usted esta noche: le oí hablar del tema con el gordo —dijo Pedro—. Lleva dos noches rondando por aquí.
—Tened cuidado, es un criminal peligroso —dijo Almudena—. Es el brujo que vivía antes en esta casa, y que asesinaba a jóvenes en sus aquelarres; el canalla que se escapo...
Lince comenzó a carcajearse.
—No es nada de eso, Almudena. Se han estado riendo de usted.
—¿Cómo?
—Se inventaron esa historia entre los dos para meterla miedo y que usted lo llamara por teléfono una noche. Quería “hacerlo” con usted, ¿me explico?
—Perfectamente.
—Y se están aprovechando de lo lindo. La han engañado: le cobran el alquiler de un contenedor que a ellos no les cuesta nada, y el material lo roban de otras obras, y el precio de la hora es un timo, y trabajan con lentitud para ganar más, y... Para qué le voy a contar...
—Hijos de puta.
—¿Llamamos a la policía?
Almudena se lo pensó un instante, pero lo tuvo claro:
—Dejadlo que se vaya.
—¿Está segura?
—Sí.
—Como guste. Voy a dar la luz, este cabrón la ha cortado.
Lo que le había pasado era como para que las pesadillas la hubieran asaltado, pero, a pesar de haber sufrido un intento de violación en las garras de un vampiro satánico, Almudena durmió el resto de noche como un lirón.

Paco la llamó a primera hora de la mañana muy preocupado. Le dijo que la broma se les había ido de las manos, y le pidió perdón en nombre de los dos. Luego le preguntó que a qué hora le venía bien que se pasara a recoger sus cosas. Pero Almudena lo tranquilizó diciéndole que no pensaba presentar una denuncia, y que lo olvidaba todo si a cambio le cobraba un precio arreglado por terminar la obra. Buscar otros albañiles era complicado, y en el supuesto de encontrarlos, no le apetecía apalabrar nuevas condiciones con nadie, ni que la engañaran otra vez. No quería volver a pasar por lo mismo. Paco la entendió. Le prometió un descuento especial, y le comunicó que despediría a Lince.  
—Mire, Paco, lo que más deseo en estos momentos es arreglar mi casa de una vez. No quiero que la cosa se demore mientras busca a un sustituto. Ustedes dos parecen formar un buen equipo. Hagamos borrón y cuenta nueva, ¿le parece? Lo único que les pido es que cumplan.
Paco le aseguró que Lince no volvería a molestarla.
A las nueve en punto ya estaban trabajando. Lince la rehuía en la medida de lo posible, y agachaba la cabeza vendada cuando no tenía más remedio que cruzarse con ella. Paco se mostraba amable y solícito.
Almudena no los escuchaba jaranear como otras veces, y bajó un momento al sótano para ver qué ocurría. Los observó sin ser vista desde los peldaños altos de la escalera. No pasaba nada. Mataban el tiempo riendo y hablando en voz baja:
—¿“Te has puesto sexci para mí, corazón?” —dijo Paco repitiendo lo que Lince le contaba.
Se estaban burlando de ella. Intentaban sujetar la risa a carcajada tendida tapándose la boca con ambas manos, pero se les escapaban extraños jipidos como si llorasen de júbilo. Tenían la cara congestionada como dos demonios rojos, y los ojos llenos de lágrimas. 
—¡Para ya, hostias! ¡Arrima el hombro hioputa —le decía Paco.
—Si vieras la cara que puso... ¡Ja ja ja ja!
—¡Ja ja ja ja...!
—¡Ji ji ji ji...!
—“¿A que no zabes quién zoy?” —preguntaba Paco.
—«¿El “brujo”?» —respondía Lince, imitándola.
—¡Ja ja ja ja...!
—¿Has visto qué putón? Anoche casi me la follo... ¡y ni siquiera me ha echado! ¡Le va la marcha, tío! —dijo frotándose las manos—. ¡Le pica el chichi!
Lince agitó su lengua en el aire para referirle a Paco el incidente del morreo, y Almudena sintió náuseas recordando los restregones de aquella lengua animal que había violado su boca.
Cuando se tranquilizaron un poco y se mentalizaron en trabajar algo, Lince se quitó el mono, y se quedó en una especie de bañador paquetero. Tenía el torso cubierto de tatuajes de pornografía satánica, y de una variada temática heavy en la que incluía insignias y logotipos de Led Zeppelin, AC/DC, y Deep Purple.
Paco se puso a trabajar con una mano —con la otra fumaba—. Por cada paletada de mezcla que daba, hacía alguna patochada, y Lince le seguía la broma. Almudena calculó que perdían una media de cuarenta y cinco segundos haciendo el ganso, por cada quince de trabajo. Dejaron de hablar de ella, y se centraron en fútbol y tías. Almudena los dejó en cuanto el martillo compresor comenzó a perforar el hormigón del suelo. La casa entera tembló de los cimientos al tejado con los estampidos de la odiosa máquina.
A las diez pararon. Almudena los esperaba en la cocina con la mesa puesta.  Había cerveza, un rioja del ochenta y cinco, bocadillos de jamón, y una tapa de alitas de pollo recién fritas.
—¡Por qué se ha molestado, mujer...! —dijo Paco con una sonrisa.
Lince le dio con el codo a su colega, y le guiñó un ojo. “La tengo loca”.
Paco aprovechó la ocasión de quedarse a solas con Almudena cuando Lince fue a mear, y dijo:
—Lince me ha prometío que va a ser buen chico, y que se portará bien. Dice que no quiere mezclar lo perzonal con lo profecional.
—¿Eso le ha dicho?
, bueno... Me lo ha discho a zu manera.
—¿Y qué le ha dicho exactamente?
—Me ha discho: “Paco, donde tengas la olla, no metas la polla”.
—Muy sabio por su parte.
Ez un tipo eztraordinario de verdad. Ce lo digo en cerio; pondría la mano en el fuego por él. ¿Por qué no rezuelven zus “problemillas”? ¡Hacéis una “bonica pareja”!
Almudena comprendió en ese momento que Paco estaba peor de la cabeza que el “Heavy violador”.
—¡Ah!, y no ce preocupe, que yo guardá un cecreto.
—¿Qué secreto?
—La aventurilla de anosche. A zu marío no le convendría enterarce. La coza podría complicarce, y… ¡Lince es muy burro! Dejemos las cozas como están. ¿Me entiende?
—Pensamos igual: será nuestro secreto.
—¿Hablabais de mí? —dijo Lince enojado.
—Tranquilooo... —dijo Paco—. ¡Cagon-to, qué buen vino!
—¡Qué va! —dijo Almudena—. Hablábamos de lo tonta que soy por haberme tragado la ocurrencia que tuvieron sobre la secta y todo eso. Cada vez que lo pienso... Pero entonces, ¿la sangre del dormitorio...?
—¡Ah!, la zangre. —dijo masticando—. La zangre es de un gilipollas que ce mató al enterarce de que zu novia le ponía los cuernos. Ya zabe, un “decengaño amorozo”. En vez de pegarle a ella los dos tiros…, el gilí va y ¡ce los pega él!
—Con una escopeta de ¡dos cañones! —dijo Lince levantando dos dedos y escupiendo migas de pan al hablar.
—No deja de ser un horror, pero me quedo mucho más tranquila sabiendo que el demonio no anda metido de por medio.
A las once, Paco miró el reloj.
—¡Hostia puta! Ce nos ha ido el santo al cielo con tanto darle a la sinhuezo.
—No se preocupe, un día es un día.
—Mire, ceñora, le agradezco de todo corazón el detalle del vino y el ratillo de charla, pero esta media hora que nos hemos pazado ce la voy a tener que cobrar, muy a mi pezar, porque yo no la pienzo perder. Si no, la broma del tapeo me va a zalir a mí por un pico. Me entiende, ¿no? No me zabe bien decirlo, pero, mi tiempo es oro. Lo ciento.
—No hay problema. Contaba con ello.
—¡Huy! ¡ce me ha zubío a la cabeza el vinillo éste de los cojone!
—¡Menudo reserva que les he puesto! ¡No se podrán quejar!
—¡Desde luego que no!
—¡Hablando de vinos! Esto... Verá, no sé cómo decírselo —dijo Almudena con apuro.
—¿Qué paza?
Poyá que está usted aquí, quisiera aprovechar para encargarle otra cosilla, si no es mucha molestia.
—¡Lo ve! ¡Lo ve! ¡Cagon-to! ¡Ya decía yo que lo del vino era porque me quería camelar pa algo! ¿Lo ve? ¡Ya estamos con los poyás!
—No se ponga así, hombre, que se lo pienso pagar.
—¡Hombre!, ¡faltaría más!
—¡Poyá está! ¿Qué problema hay?
—¡Que me da muscho por culo y ya está!; de verdá, oiga. ¡Qué es lo que quiere ahora!
—Necesitaría que acondicionara la leñera del sótano como bodeguita.
—¿Una... bodega?
—Con botelleros de ladrillo para la colección de vinos de mi marido. Quiero darle una sorpresa cuando vuelva.
—¡Házselo, Paco! No seas así, ¡coño! —dijo Lince.
—Bien. Lo que usté diga.
—Se lo voy a dejar curioso —dijo Lince—. Repellado y todo.
—¿Bajamos y les enseño cómo lo quiero?
Almudena los condujo al rincón más escondido del sótano.
—¡No se ve un carajo! —dijo Lince abriendo la puerta de chapa.
La leñera era un cuartucho sin ventanos de tres metros cuadrados, lleno de cucarachas y moho.
—El botellero iría en la pared del fondo —dijo Almudena alumbrando con la linterna.
—¡Píllate de ahí! —dijo Paco dándole a Lince el extremo de la cinta métrica—. Vamos a medir pa ver cuántos ladrillos hacen falta.
Almudena apagó la linterna, dio un portazo, y echó el cerrojo de veinte centímetros.
—¡Qué cojone paza! —dijo Paco desde dentro.
—¡Ahora vuelvo! —dijo Almudena.
—¡Abre, sorra!
Almudena dio varios viajes con la carretilla para acarrear bloques de hormigón de uno en uno hasta la leñera. Sudó lo suyo. Luego llenó media carretilla con mezcla de la hormigonera, la aparcó cerca de la puerta, y se sentó a descansar un poco.
Hacía oídos sordos a los improperios de los dos satélites.
—¡Abre ya, hostias! —gritó Paco.
—Os lo habéis pasado bien a costa mía, ¿eh? —dijo al fin.
—¡De qué vas, tía! —gritó Lince.
—Os vais a acordar de mí el resto de vuestra vida —dijo Almudena con frialdad.
—¿Nos va a denunciar a la Agencia Tributaria?
—No soy tan mala: sólo os voy a emparedar.
Los albañiles se callaron durante unos segundos, y luego empezaron a dar gritos.
—¡Abre, hijaputa!
—¡Ábrenos, guarra!
Almudena comenzó a tabicar la puerta. Disfrutaba raspando los bloques con el palustre para que los de dentro escucharan el ruido.
—Podéis rebuznar todo lo que queráis. Nadie os va a escuchar...
—Si nos sacas de aquí te hasemos la obra gratis —dijo Lince.
—¡Cómo que gratis! —dijo Paco—. ¡Habla por ti, cabrón!
—Hoy es mi día de furia, lo siento. ¡Me tenéis los dos hasta el papo!
—¡Cojone con la mozquita muerta!
—Esto va por mis libros, por todo lo que pensabais robarme, por explotar inmigrantes, por asustarme, por lo de anoche, por...
—¡No cea rencoroza, mujer! ¡Qué pretende! ¿Matarnos?
Almudena terminó la primera fila de bloques, y rellenó el hueco con hormigón, volcando la carretilla.
—¡Sácame de aquí, penca! —dijo Lince gimoteando. 
—¡Me moriré de hambre! —dijo Paco.
—Cómase los ladrillos a bocados, vampiro de mierda.    
—¡Cómame usté a mí la polla!
—Como no te la coma tu colega...
Los albañiles gritaban a todo pulmón.
—¿Sabéis lo que os digo? —dijo Almudena aprovechando una pausa.
—¡Qué! —dijeron los dos.
—Que todo esto me está poniendo realmente cachonda.
Lince se puso histérico, y comenzó a llorar.
—¡Calla, maricón! —dijo Paco.
—No puede hacerme esto… ¡Soy un trabajador!: ¡tengo mis derechos! —dijo Lince.
—Eres escoria —dijo Almudena.
Almudena terminó con la segunda fila, y volcó más cemento.
Lince comenzó a sentir el efecto claustrofóbico de la oscuridad y la estrechez.
—¡Me ahogo! ¡Socorro! ¡Me asfixio!
—No se preocupen: les dejaré un pequeño respiradero.
—¡Zádica asqueroza!...
A Lince le entro un acceso de pánico y rabia, y comenzó a patear la puerta de hierro hasta que se agotó. Paco aporreó la chapa con los puños, y arañó el quicio hasta que le sangraron los dedos.
—Yo no le he hescho na —dijo Paco—. Se le ocurrió to a éste.
—Porque yo me creí que tú querías quilar conmigo —dijo Lince llorando a lágrima viva—. Por eso te di mi teléfono. ¡Tú me invitaste anoche, joder! ¡Socooorrooo!
Almudena rió sin parar durante unos minutos.
—¡Quién se ríe ahora! ¿Eh, cabrones? —dijo sin parar de reírse.
—¡Hostia! A ésta se la ido la pinsa... —dijo Lince renunciando a toda esperanza de salir de allí.
—¡Paco! —dijo Almudena con los ojos enrojecidos por lágrimas de risa—. ¡Lince!  
—¡Qué pollas quieres! —respondió Paco.
—Tranquilos, tíos. ¡Es una broma! ¿En serio que habíais pensado que os iba a dejar ahí dentro?
—¡Cagon la lesche que te han dao, cabrona!
—¡Qué pasa! ¿No sabe aguantar una broma o qué?
—No tiene ni puta grasia, ¿sabes? Cuando salga de aquí te voy a joder bien jodida.
—¡Venga, Lince!, no te lo tomes así, hombre.
Un temblor de tierra sacudió “Villa Usher”.
Gritaron los tres.
—¡Abre, tía! —dijo Lince.
—¡Voy voy!
Almudena empezó a quitar bloques de las dos filas que había levantado para poder abrir la puerta —se abría hacia afuera—. El cemento estaba fresco; no había problema.
Un segundo movimiento de mayor intensidad removió los cimientos de la casa durante quince segundos. Sus muros crujieron como si fueran de papel, y los puntales telescópicos comenzaron a doblarse.
Paco y Lince emitieron dos alaridos de puro terror que hicieron que Almudena se estremeciera.
—¡No os preocupéis! ¡Ya voy!
Almudena se apresuró a retirar los últimos bloques, pero al ir a abrir la puerta no pudo hacerlo. El marco se había deformado por un abombamiento del techo, y la puerta se había incrustado en el suelo al soportar todo el peso.
—¡Sácanos ya! —dijo Lince.
“Villa Usher” tembló como si estuviera viva y muerta de miedo.
Las vigas sucumbían ante la tensión. Almudena podía escuchar las fracturas sobre su cabeza.
—¡Ayúdanos! —dijo Paco.
“Villa Usher” estaba herida de muerte.
—¡Joder joder! —dijo Almudena intentando pensar.
Cogió un pico y lo clavó en la hoja de la puerta con todas sus fuerzas. Le costó desclavar la punta, pero al final consiguió descargar otro golpe.
—¡Eso es, eso es! —dijo Lince animado al ver un roto de luz—. ¡Sigue dándole!
Almudena estaba agotada.
Una porción de techo se derrumbó en el medio del sótano, y el peso de la demolición abrió otro agujero en el suelo. Almudena contempló horrorizada como un río subterráneo arrastraba los escombros hasta el infierno.
El suelo comenzó a rajarse.
Paco y Lince se desgañitaban como si los hubiera poseído un demonio espantoso.
Otro derrumbe. Y otro pozo que dejaba ver una vasta oquedad bajo el suelo.
Almudena era consciente de que el próximo hoyo podría ser su sepultura.
Y corrió sorteando abismos.
Salió de allí sin mirar atrás.
“Villa Usher” clamaba como un condenado de ultratumba.
Cuando Almudena salía por la puerta principal, su suegra entraba por la puerta trasera con las llaves que su retoño le había entregado cuando le ofreció la casa. Marta quería darle una sorpresa a su nuera. Quería encajarse allí para amargarle el fin de semana con premeditación y alevosía. Y quería carcajearse para sus adentros al ver la cara desencajada de Almudena dándole la bienvenida, mientras ella le restregaba el llavero tintineante en la nariz.
Almudena corría por el jardín.
Marta sonreía satisfecha desde el porche, pensando en que su infeliz nuera huía de ella.
—¡Almuuu!... —gritó Marta.
Almudena se volvió en el preciso momento en que “Villa Usher” caía.
“Tres pájaros de un tiro”, pensó.
La polvareda gris llegó hasta el acantilado, como si el fantasma suicida de la casa quisiera arrojarse al mar.

Almudena respiró la brisa salada con la vista perdida entre el Mediterráneo y el cielo, y echó de menos volar.
Uno de los bomberos le prestó su móvil:
—Hola, Juanjo.
—¿Almudena?  
—Sí.
—¿Por qué me llamas a estas horas? ¿Qué quieres? ¿Y ese número? ¿Desde dónde hablas? ¡Cómo va todo!
—Tenías razón. Edgar Allan Poe es... ¡la hostia! —dijo, y apagó el teléfono.





16 comentarios:

  1. ¡Fantastico!, esperaba impaciente este relato que como era de esperar, es divertido, misterioso,angustioso e impredecible.En una palabra,GENIAL con mayusculas.Tienes el don de meterte al lector en el bolsillo,pues no se puede dejar de leer hasta que no se acaba.Enhorabuena. M.C.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Bienvenido al blog, M.C.. Gracias por tus palabras. Un abrazo.

      Eliminar
  2. Hola Javier.
    He de decirte que este relato me ha impresionado y me ha dejado sin palabras... ¡¡Es magnífico!! Me he reído a carcajadas limpia con el vocabulario de los albañiles. Lo que más me ha gustado es que parece que estás ahí viviendo la pesadilla de Almudena. Me he mordido las uñas...Es una historia inquietante y con mucho sentido del humor. ¡¡Enhorabuena!!
    Maralva.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Maralva. Ya veo que sigues el blog. Gracias por estar ahí. ¡Tener una obra en casa es una auténtica pesadilla! Te lo digo por una experiencia personal que tuve, y que me inspiró este relato. ¡No te imaginas cuántos "Pacos" y "Linces" andan sueltos por ahí...! Un abrazo.

      Eliminar
  3. Genial como Proccol!!! ¡Un beso, Javier!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Sylvie. Gracias por tu apoyo. ¡Hasta el próximo relato! Un abrazo.

      Eliminar
  4. Javier, te doy mi enhorabuena. Genial como siempre. Me ha encantado el vocabulario de los albañiles. Has sabido reflejar con gran exactitud la realidad de los mortales, donde predomina el engaño, la violencia y la ley del más fuerte. Me ha gustado mucho el final, porque das una oportunidad a la verdad y gana Almudena. Tambien me ha gustado la aparición de Pedro con su primo, pq son buena gente. Me has sorprendido gratamente. Besos. Cristina.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por el comentario, Cristina. A veces, esa "realidad de los mortales" con su ley de la selva y sus mentiras, convierte lo cotidiano en la más aterradora de las pesadillas. Gracias de nuevo. Un abrazo.

      Eliminar
  5. Hola, Javier. Somos un grupo de escritores noveles que hemos convocado un taller literario con el patrocinio de RelatosPulp.com donde al final se editarán los mejores relatos. La temática literaria entra dentro del relato Pulp. Nos encantaría que te pasaras por aquí y participaras con tus obras, gracias por tu tiempo y un saludo.
    http://www.relatospulp.com/noticias/sobre-la-web/193-halloween-tales-edicion-2012.html

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Rubén. He visto vuestra página y me parece alucinante. Pienso que es una gran iniciativa. ¡Enhorabuena! ¡Mucha suerte con vuestro proyecto!
      Un abrazo.
      Javier

      Eliminar
  6. Hola Javier. Me ha gustado muchísimo. La verdad es que me ha sorprendido bastante... Creí que iba a leer mordiscos y estacas, y me he encontrado con otros tipos de vampiros (los que abundan hoy en día...). Almudena me encanta. ¡Genial! ¡Enhorabuena!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por tu comentario. Me alegra saber que el relato te ha sorprendido (de eso se trata). ¡Estos vampiros sí que existen!, ¿eh?
      Un abrazo.
      Javier

      Eliminar
  7. Hola Javier:
    Veo que sigues en tu linea de historia fantastica,solo que esta vez es real como la vida misma.
    Tenias que haber puesto una estrellita avisando a los que necesiten una reforma en su vivienda se abstengan de leerla.
    El relato es fantastico y la forma de presentar a poe (con esa sensibilidad) ha hecho que me plantee leer algo de el,(por ejemplo "la casa usher" mismamente).
    enhorabuena.
    paco.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por tus palabras, Paco. ¡Menudo marrón tiene la pobre Almudena con el tema de la reforma! La verdad es que los dos albañiles son como para salir corriendo.
      Con Poe vas a disfrutar: es único. Toda su obra es realmente escalofriante...
      ¡Hasta el próximo relato!
      Un fuerte abrazo.
      Javier

      Eliminar
  8. Hola Javier.
    Solo te digo una palabra y con mayúscula: "IMPRESIONANTE"
    ¡Felicidades!
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  9. Gracias, Mariana.
    Otro abrazo para ti.
    Javier

    ResponderEliminar