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INVASORES
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Un thriller medioambiental
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Javier Castro Lechet
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NOTA DEL AUTOR
La presente historia, incluida
en una antología de relatos del mismo autor, es una creación literaria original
de Javier Castro Lechet, único autor y titular de los derechos de la obra desde
abril de 2009, según consta en el Registro General de la Propiedad Intelectual.
Invasores
El último verano que Fernan y Marina pasaron juntos en su casa de la
playa, conocieron a Paquirlo en un partido de fútbol.
Méjico Ochenta y Seis no fue ni mucho menos el campeonato que brindase
a la afición española el momento de sacarse la espina del Mundial del ochenta y
dos, ni con los cuatro goles que Butragueño marcó a Dinamarca —de un total de
cinco— en octavos de final. Empezamos con mal pie. El España-Brasil fue un
escándalo: el árbitro australiano se hizo el sueco para no conceder un gol de
Míchel que no quiso ver; el esférico dio en el larguero y entró en la portería
al botar detrás de la línea de meta, como pudo verse claramente en la foto de
portada de los diarios deportivos de medio mundo. Perdimos cero a uno. Y luego,
cómo no, la debacle: tras la prórroga, Bélgica nos eliminó por penaltis en
cuartos de final, y a casa.
Pero no por eso se apagó la pasión por el balón durante aquel verano.
Maradona fue la verdadera estrella a pesar del tanto con la mano —y con la
complicidad de Dios— que le metió a Inglaterra, y en el campo de tierra que
había en una calva del cañaveral a pie de playa, los niños del pueblo jugaban cada
peloteo como si fuese una final, hasta que la última luz del día lo permitía.
Desgraciadamente, Sumo perdió el balón. Mejor dicho, se lo quitaron
por pasarse de listo. Le llamaban así porque Paquirlo decía que parecía un sumotori
de lucha libre japonesa de lo gordo que estaba. Era un guardameta de primera,
fogueado en tantísimos encuentros que se había tirado chupando portería
—siempre le tocaba estar entre los palos aunque fuera el amo el balón—. Lo que
sucedió fue que cierta mañana en la playa, al gordo le dio por pavonearse con
estiradas y palomitas cada vez que Orejones chutaba entre dos montones de
piedras a modo de postes; y entre parada y parada, Sumo consiguió dirigir algún
que otro despeje hacia dos guiris explosivas que tomaban el sol en topless,
con la intención de dar unos repasos con disimulo a las pechugas cada vez que
se acercaba a recoger el balón. Sumo la cagó: se arrimó demasiado a las
“valkirias” tetonas, y un macarra despotricando en alemán que debía ser el
novio de alguna, o el chulo de ambas, rajó el balón por la costura abriéndolo
como una sandía, y corrió tras ellos haciendo amagos con la aparatosa navaja.
Paquirlo lo traía frito al recordárselo con la machacona cantinela
cada vez que la basca se aburría de apedrear olas desde el murete donde termina
el paseo:
—Si no fueses tan gilipollas...
Lo peor era que se habían acostumbrado a lo bueno, y ya no se
conformaban con jugar con cualquier balón. El de Sumo era “de reglamento”.
Puntero.
—Si no fueses tan gilipollas...
Sin fútbol, el día se hacía eterno.
—Si no fueses...
—¡Para ya de buscarme la boca, tío! El balón era mío, ¿no? Además, ya
estaba hasta el pijo de quedarme de portero: quiero ser delantero centro.
—¿Habéis oído a la albóndiga con patas? ¡Estás majareta, tío! Tú te
chutas.
—¡Qué va, tío! El Sumo corre como un hijoputa, macho. Que yo lo he
visto ¿eh? —dijo Orejones.
—El capitán del equipo eres tú —dijo Guiños dirigiéndose a Paquirlo—,
pero yo que tú lo dejaría bajo el larguero, que ahí está de putísima madre. Si
ocupa media portería... ¡joder!
—¡Tocadme los güevos! —dijo Sumo.
La tarde siguiente fue peor. La situación se agravó cuando vieron a
los chicos del camping flipando en la arena con el balón oficial del
Mundial de Méjico Ochenta y Seis. Flamante. Deslumbrante. A la peña se le hizo
la boca agua viendo aquella pachanga de fútbol playa. Babeaban por catar el
cuero.
—¡Mola un taco!
—¡Chulético!
—¡Es guay que te cagas!
Un lanzamiento a puerta pegó en el travesaño, y el posterior remate de
chilena de un finolis imitando a Hugo Sánchez, terminó con el acrobático
lechuguino tendido con un “pellizco” lumbar, y el balón a los pies de Paquirlo.
—Tengo una idea.
—¡Adiós!... —dijo el gordo—. ¡Ya estamos!
Paquirlo abrazó la divina esfera. Olía deliciosamente a nuevo; a piel
y tintes. Esa fragancia balompédica tan especial que se respira en tiendas de
deportes.
—¡Pásamelo! —dijo de lejos un enclenque en bermudas.
—¡Toma esto! —respondió Paquirlo agarrándose el paquete con la mano
libre.
—¡Oye, tú! —dijo un cachas de melena lacia acercándose—. ¿De qué vas?
—Ahora es mío —dijo escondiendo el balón bajó la camiseta.
—¡Ni lo sueñes!
—Deja ya de hacer el vaina, tú —le aconsejó Sumo al oído.
Al poco, la pandilla encabronada de pijos se apiñó frente a Paquirlo,
que sonreía escoltado por su basca. Una cría se abrió paso hasta ponerse
delante con los brazos en jarras.
—¿Eres gilipichis o qué? —dijo con mirada desafiante.
Paquirlo la miró de arriba abajo con sonrisa insolente.
—¡Qué pasa contigo!
—El balón es de mi hermano. ¡Así que dámelo!
—¿Y por qué no da la cara y me lo pide él?
—¿Quieres pelea? —dijo el hermano intentando soltarse de un colega que
intentaba serenarle.
—Mira como tiemblo, enano —dijo poniendo cara de perdonavidas.
—Me llamo Fernan, ¡fantasma!
—No me obligues a provocar una escena —volvió a intervenir la chica.
—¿Me estáis vacilando? ¡Vaya par de memos en apuros!
—¡Tontopollas! —dijo el cachas.
—¡Repite eso! —dijo Guiños.
—Venga; no seas así —apaciguó la niña intentándolo por las buenas—.
Dámelo.
Los ojos de Marina eran verdes. De un verde intenso. A Paquirlo le
gustaron. Tenían el color de un mar tempestuoso.
De pronto sintió la necesidad de entregarle el balón. Era como si
aquellos iris esmeralda lo estuvieran hipnotizando. Pero no podía ceder. Debía
resistirse a la debilidad del impulso, o su reputación de chico duro quedaría
malparada. Necesitaba una salida airosa.
—Bueno, ¿qué? —le apremió ella.
Le habría encantado quedar con esa chica. “¡Piensa!”, pensó.
—¿Cómo te llamas? —preguntó para ganar tiempo.
La basca lo miró como si fuera un extraño.
—¡Como-no-te-importa! —respondió Marina.
Tenía que volver a verla.
—Si queréis el balón os lo tendréis que currar.
¡Bingo!
—¡No digas chorradas! —dijo Fernan.
—Jugaremos un amistoso, y el que gane se lo queda.
—¡Ni hablar!
—¡Qué morro! ¡De eso nada! ¡Es nuestro! —dijo Marina.
—Me importa un güevo. Una de dos: o jugamos, o te lo choriceo y punto.
—¡Que me lo devuelvas!
—“Tranqui”, enano.
—¿Qué pasaría si te parto la boca, listillo? —dijo el cachas a un
palmo de Paquirlo.
—¿Tú y cuantos más?
Marina se puso en medio para separarlos.
—¡Déjalo Nico! No merece la pena. Lo recuperaremos a su manera. ¡Qué
remedio!
—Mañana a las cinco en “las cañas”. ¿Sabéis dónde es?
—Como no te presentes, todo el mundo sabrá que eres un rajado —dijo
Fernan señalándole con el dedo mientras se alejaban.
Paquirlo era un niño problemático; “un caso perdido”, decían sus
profesores. En el cole era el jefe del cotarro, y de un tiempo acá andaba algo
desmadrado. Estudiaba séptimo de EGB, era repetidor, y le había vuelto a quedar
para septiembre hasta el recreo. Ni siquiera había terminado el curso. Lo
mandaron para casa después de que la última acumulación de faltas colmara el
vaso de la paciencia a menos de un mes para terminar —por troncharse de risa
cuando lo expulsaron de lengua, por escupir en el asiento del profesor antes de
una clase de “mates”, y por encararse al director con motivo de una
reprimenda—. Tenía catorce años y un “tobarro” infernal en su Vespino trucado
con el que aterrorizaba al pueblo cuando pasaba a todo trapo por sus calles
estrechas metiendo un ruido de mil demonios. Así y todo, Paquirlo era un chico
afectivo para los suyos y centrado en sus cosas. Era como si tratara de ocultar
sus aciertos por rebeldía, y exagerase las formas aparentando ser díscolo y
salvaje para enmascarar su verdadera personalidad cordial y creativa por el
hecho de ser un superviviente nato. Tal vez fuese una fórmula de autodefensa
para evitar que lo confundieran con un blandengue y convertirse en el
hazmerreír del pueblo y en objeto de escarnio. A él, lo que en realidad le
gustaba era leer historias fantásticas y tebeos de risa, pintar motivos
florales y marinas al pastel, arreglar y diseñar cosas —él mismo había
rectificado el motor de “su máquina” en el taller de un conocido—, y la
botánica. Lo que empezó como interés por la naturaleza al descubrir las
maravillas de La Tierra en un viejo álbum de un tío suyo que cayó en sus manos,
terminó por convertirse en la pasión de su vida. Devoraba los misterios del
Reino Vegetal en cada página del Vida y Color, y en cada documental que
echaban por la tele. Se había vuelto un firme defensor del medio ambiente, y
estaba al tanto de las hazañas de Greenpeace para salvar el planeta, a través
de las noticias que conseguía pillar en la prensa para su colección de
recortes. Le causaba fascinación todo aquello relacionado con la biodiversidad
de los espacios selváticos y el mundo marino; se quedaba impresionado ante la
explosión de vida prosperando en libertad por encima del concepto de progreso
que tiene el hombre moderno. Pero todo se lo guardaba como si el fútbol lo
fuera todo para él, y la verdad sea dicha: tenía un excelente toque de balón
aunque en el campo fuese un marrullero.
La noche anterior a la cita deportiva pusieron La invasión de los
ladrones de cuerpos. Fernan y Marina se tragaron hasta los anuncios; no se
despegaron de la tele ni para ir al baño en los intermedios, ni para acostarse
mucho después de que la película terminara. Permanecieron como dos pasmarotes
frente a sus padres, con el miedo metido en el cuerpo y entusiasmados a partes
iguales, sin atreverse a subir por si encontraban una vaina maldita bajo su
cama, y atentos a cualquier cambio de humor en los demás que delatara la
presencia de un ente extraterrestre suplantando a un rostro familiar. Así,
recelando..., medio en broma, los dos hermanos se dejaron embaucar por el
misterio y acabaron asustándose de verdad. Ramón y Marisol colaboraron poniendo
todo de su parte para sembrar la desconfianza: intercambiaron miradas y
sonrisas cómplices, y examinaron a sus hijos de reojo como si planearan
usurparles la conciencia. Marina no pudo más, y corrió a encerrarse en su
cuarto mientras lanzaba una serie de cómicos gritos creyendo que la perseguían,
cuando en realidad era Fernan quien subía los escalones de tres en tres
contagiado por la histeria. Las carcajadas del salón les sonaron siniestras, y
en la casa se montó un número antes de que los vegetales del espacio se
rindieran y los niños lograran conciliar el sueño.
Pero Fernan tenía una imaginación calenturienta. Lo despertó de
madrugada un ruido sospechoso, y se levantó para vigilar a sus padres mientras
dormían hasta que no pudo mantenerse en pie. Tenía doce años; dos menos que
Marina. Había perdido un curso con un cambio precipitado de colegio, y en
septiembre repetiría sexto. Sus padres lo sacaron a toda prisa del seminternado
de curas porque la cosa iba de mal en peor. Todo lo contrario a lo que cabría
esperar, la disciplina no había sido acicate para el estudio, ni el remedio
para bajarlo de las nubes. El disfrutaba escribiendo cuentos imposibles, y el
triste colegio no era el mejor ambiente para que su don creativo proliferara.
Es más, la fantasía entró en conflicto con cuestiones doctrinales, y poco menos
que a un premio le supo la invitación cortés para que se fuera. Pero su
facilidad para imaginar, fue un handicap para borrar de su mente el
miedo al diablo que se llevó de la catequesis. Sueños horribles llenaban sus
noches de malignos disfrazados de seres queridos que le rebañaban los gusanos
de su cuerpo podrido por el pecado...
Escribir era una explosión de libertad; la receta mágica para
rescatarse de la realidad, soñar despierto, y sonreír a solas embarcado en
cualquier aventura interplanetaria. Para el desayuno, ya tenía bajo el brazo un
relato inspirado en el escalofriante clásico. Lo leyó con las inflexiones
adecuadas al objeto de reforzar el suspense, y su familia lo aplaudió con el
entusiasmo de siempre para que pudiera comprobar con alivio que su gente no
había sido duplicada por alienígenas. Su madre le dio un beso sonriendo la mar
de orgullosa, Marina le animó para que siguiera en esa línea, y su padre,
aunque reconoció que “estaba bien”, le sugirió que no malgastara su talento en
esas bobadas sobre marcianos porque el género fantástico no tenía salida —“...
eso no da de comer” —, y le propuso que escribiera “algo «serio» para variar”,
antes de que tanto platillo volante le atrofiara el intelecto del todo.
Fernan esperaba a que el vídeo rebobinara la cinta donde había grabado
la película para volverla a ver, cuando su padre le abrazó por el cuello
revolviéndole el pelo en señal de cariño, y se sentó a su lado.
—¿Por qué no coges la bici y sales un rato por ahí, campeón?
—Después de la “peli”.
—Yo a tu edad ya pensaba en echarme novia.
—¡Papá...!
—¿Ni un ligue de verano?
—¡Qué pelma!
—Deberías aprovechar las vacaciones para hacer amigos. No es bueno
aislarse.
—Yo me lo paso bomba a mi modo, papi. Disfruto así.
—¡A tu aire, colega! —dijo Ramón “tirando la toalla”.
Marisol se cruzó con su marido en el pasillo, y le preguntó cómo había
ido la cosa; él respondió encogiéndose de hombros, y salió a sentarse en las
escaleras del soportal. Le tocó probar a ella:
—¿Y si nos papeáramos hoy una tortilla de papas en un chiringuito?
Directa a su talón de Aquiles.
—Por mí vale —asintió Fernan.
—¡Venga vamos! —apareció Marina—. ¿Todavía estás así? —dijo echándose
encima de su hermano para hacerle cosquillas.
—¡Estate quieta! ¡Mírala!
—Me arreglo en un minuto—dijo Marisol.
—¡Es pronto! —protestó Fernan.
—Daremos un paseo.
Marina aprovechó la pausa para preparar un segundo asalto de
arrumacos, pero Fernan se anticipó con un pensamiento en voz alta:
—Me pregunto si habrá otros mundos habitados.
—Bueno...¿Y por qué no? ¿Cómo íbamos a ser los únicos en medio de tantas
galaxias que hay por ahí fuera? ¿No te parece?
—¿Muchas?
—Un montón.
—¿Como cuántas?
—No se sabe a ciencia cierta, pero he leído no sé dónde que en el
universo conocido podría haber del orden de cien mil millones de galaxias, más
o menos.
—¡La leche!
—Y se estima que cada galaxia tiene al menos cien mil millones de
soles.
—¿Te estás quedando conmigo?
—En serio. ¿Y sabes qué? —respiró hondo—: que el número total de
planetas en la inmensidad del cosmos puede rondar los miles de trillones.
—¡No veas!
Fernan la miraba boquiabierto. Enarcó las cejas asombrado con la cifra
que Marina manejaba, intentando asimilar la cantidad para poderla comparar con
algo tangible que le permitiera hacerse una idea.
—Tantos planetas como granos de arena hay en un playa —dijo al fin.
—Y más aún.
—¿Más?
—Más que todos los granos de arena de todas las playas del mundo.
—¡Qué lista eres, hermanita!
—Así que es bastante más que probable que no estemos solos.
—¡Y tanto!
—Debe haber millones de sistemas planetarios parecidos al nuestro, con
mundos que alberguen vida inteligente.
—Impresionante.
—Otras civilizaciones, otros seres...
—¿Y los habrá que sean tan malos como los de anoche?
—No creo.
—¿Por qué no?
—Porque si hubieran querido, ya nos habrían invadido. ¿O no?
—Sí pero... ¿Y si ya están aquí?
—¡Ya estás dejando correr la imaginación más de la cuenta!
—¿Y si vivieran de extranjis entre nosotros esperando el momento de
atacar mientras andan por ahí buscando cuerpos humanos para propagar su
especie?
—Son cosas de ficción, Fernan; como las historias que te inventas.
—Pero, ¿sería posible que un organismo fuera capaz de hacer una
réplica exacta de otro ser viviente a costa de matarlo?
—No lo sé. Pero para que te quedes tranquilo, ahora que empiezo
primero de BUP, lo preguntaré en clase de biología, ¿vale?
—Si así fuera, tendríamos muy difícil reconocerlos para podernos
defender. Serían invasores sin pistolas desintegradoras ni cruceros
interestelares artillados con cañones láser, pero totalmente imparables.
—¡Qué fuerte!
—Después del partido me acerco al videoclub del pueblo y pillo la
versión moderna de “las vainas”.
—¿Otra?
—La invasión de los ultracuerpos. He telefoneado a Nico esta
mañana desde el merendero para quedar, y me la ha recomendado.
—Tiene que estar bien.
—Podría servirnos para obtener nuevos datos que nos ayuden a estar
prevenidos.
—¡Anda anda...! ¡Vaya “película” que te has montado tú solito en un
momento! ¡Cómo sois los escritores!
Fernan sonrió por el detalle de su hermana. Era la mejor amiga que
podría tener. La quería.
—¡Te quiero, guapa!
—Yo también a ti.
—Yo más. Mucho más que si fueras una hermana de verdad.
Marina frunció el ceño un tanto perpleja con la ocurrencia de Fernan.
—¡Qué cosas tienes! Soy tu hermana de verdad.
—Yo sé lo que me digo. Mira, en esta cinta de tres horas tengo grabada
otra “peli” que no has visto.
—¿Ah no? ¿Cuál?
—Los invasores de Marte; la antigua. La nueva está al caer.
—¿Más de lo mismo?
—Va de unos marcianos que se apoderan de la voluntad de las personas
mediante un implante en el cogote, y de un niño que descubre la conspiración y
les planta cara. Al principio no le creen, pero...
—¡No tienes remedio!
—Creo que no voy descaminado: cuando ocurra, será de forma parecida.
—¡Anda ya!
—¿Te imaginas que nos tocara la china?
—¿De qué estás hablando?
—De un ser de otro mundo haciéndose pasar por cualquiera de nosotros.
—¡Qué miedo!
—No estoy de guasa. Imagínatelo por un momento. ¿Cómo podríamos
desenmascararle?
—Ni idea.
—¿Crees que sería capaz de copiar también la memoria de sus víctimas?
¿Los pensamientos más íntimos?
—Ya sé por dónde vas, y pienso que no serviría de gran cosa ponerlo a
prueba con un recuerdo. Si su cerebro es un duplicado del original, lo más
lógico sería que conociese todo acerca del cuerpo robado.
—No tiene por qué ser así —opinó Marisol acercándose desde la puerta.
—Si tú lo dices... —dijo Marina—. Es una tontería disentir o especular
sobre algo que sólo existe en la ficción.
—Fantasear abre la mente. ¡Cuántas glorias de la ciencia empezaron con
un sueño! La ciencia ficción va siempre por delante. ¿Qué me dices de Julio
Verne?
—¡Estoy con Mami! —dijo Fernan.
—Esos hipotéticos alienígenas vegetales carentes de afectividad jamás
podrían mostrar empatía, emular un sentimiento, o comprender un acto de
cariño—prosiguió Marisol—. Por lo tanto, tampoco tendrían acceso a ningún
recuerdo almacenado en la memoria emocional. Eso los delataría.
—¡Chapó! —dijo Fernan exultante—. No sabía que estuvieras tan puesta
en la materia.
—¿Conque “carentes de afectividad”, eh? —replicó Marina—. ¡Cosas del
cine! Por si no lo sabes, se ha demostrado que las plantas sienten como las
personas. Nos ha dicho el profe de ciencias de la naturaleza que se ha llegado
a grabar el llanto de plantas cuando las cortan o les arrancan una flor; que
tiemblan de miedo ante la violencia del hombre; que les gusta la música clásica
porque crecen más verdes y vigorosas cuando la escuchan; que se comunican entre
sí para dar la voz de alarma cuando les amenaza un peligro; que padecen estrés
en épocas de sequía; y que se ponen mustias y pueden llegar a secarse por mucha
agua que tengan, al percibir la tristeza de la gente a su alrededor. Si lo
piensas bien, los sentimientos son inherentes a cualquier forma de vida intelectiva,
sean del planeta que sean. Así que no tiene sentido negar esa posibilidad a
unos vegetales del espacio, en el caso de que existan, cuando la propia
vegetación terrícola demuestra ser más sensible que la mayoría de los humanos.
Sería absurdo. ¿No crees?
—¡Vamos, sabelotodo! ¡Que nos vamos! —dijo Marisol alucinada con el
razonamiento de su hija—. Os espero fuera.
Marina creyó descubrir un atisbo de preocupación en la mirada de su
pensativo hermano.
—¿Qué ocurre?
—Tú nunca te convertirías en uno de ellos, ¿verdad?
—En lo sucesivo, intentaré ser yo.
—Lo que está claro es que si algún día no supieras la respuesta de
algo que sólo conocemos los dos, no serías tú. No habría duda.
—¡Estás loco!
—¿Ves ese número de cuatro dígitos? —preguntó señalando al display del
vídeo—. Son las vueltas que marcaba anoche antes de empezar a grabar. Se me
olvidó ponerlo “a cero”, así que es un número al azar. Quédate con él; que no
se te olvide en el futuro. Será nuestro código secreto para estar seguros de
que ningún alien se paseará con nuestra cara sin que nos demos cuenta. Por
probar, nada se pierde. Y ahora, para evitar que puedan leerlo en nuestra
mente, llegado el caso, lo registraremos en la memoria emotiva con un beso.
Fernan se detuvo en sus labios una eternidad. Marina se quedó cortada,
pero cerró los ojos y se dejó llevar por la magia del momento. Miró a su
hermano con ternura y sonrió, convencida de que todo había sido un montaje para
llegar hasta su boca. Y le dio la risa.
—Ahora pulso “reset”, y, ¡ya está!: aunque volvieras a rebobinar la
peli no aparecería el mismo número. Si me quieres lo recordarás. Ésa es la
idea; ¿lo pillas?
—Lo que tú digas.
Y probaron otra vez.
Aquel maravilloso día de verano borró de un plumazo el terror a una invasión
extraterrestre. Supuso el descubrimiento de nuevas sensaciones, y todo pareció más bonito y alegre. La música de las
chicharras sonaba como nunca, el colorido del paisaje era intenso, y la belleza exótica de Marina
despertó en Fernan mucho más que inspiración. Lejos de vagabundear entre sueños
galácticos a millones de años luz, su princesa de luminosa sonrisa le acercaba
a las estrellas cada vez que se miraban.
La carretera comarcal que iba del monte hasta la costa estaba en mal
estado. Curvas cerradas y estrecheces vertiginosas al borde de barrancos,
serpenteaban a lo largo de seis kilómetros de arbolado y chaparrales. Pero
Fernan disfrutó del paseo en coche hasta el pueblo como si hubieran atravesado
la Vía Láctea de punta a punta en un bus estelar.
El cortijillo que Ramón y Marisol
habían comprado por cuatro perras para pasar los veranos se hallaba
apartado en el calvero de un encinar. No tenía luz ni agua corriente; un grupo
electrógeno en el sótano y un depósito de agua en la azotea que se llenaba de
un pozo gracias a la bomba del molino de viento, constituían lo más preciado de
las comodidades. Tenía sus años pero fue una ganga. Era su retiro para
recuperarse de los malos hábitos de la vida moderna. Allí, en contacto con la
naturaleza, todos juntos, Fernan y Marina eran todo lo felices que querían. Sus
mejores momentos los habían pasado en aquel lugar donde los días de estío
parecían interminables —cosas de la edad—; valían por toda una vida.
El caserón estaba construido en un ventisquero donde el levante
salobre rompía cargado de olas invisibles. Sus dormitorios en lo más alto daban
al valle. Desde la ventana alcanzaban a verlo todo: la vaguada cuajada de
almendros y de higueras locas, el bosque de pinos, las torrenteras secas llenas
de porquería entre las cañas de azúcar, los invernaderos formando un mar de
plástico, los eucaliptos del camping, las buganvillas de la urbanización
de chalés, el pueblo blanco a orillas del Mediterráneo, el faro. Desde la
azotea se abarcaba las vistas al norte de la casa; el monte se espesaba y
ganaba altura bruscamente, dejando espacio a hectáreas de bancales en barbecho
y sierra virgen moteada de olivos.
Jugaban con sus padres a ser labriegos o jardineros. Se lo pasaban en
grande con la faena, sudando a pleno sol. En el otro extremo de la parcela
había un cobertizo para trastos que olía a nido de pájaros, a tomillo, a la
herrumbre de los aperos de antiguos propietarios, y a humedad. Marina se pasaba
las horas muertas allí metida con su manual de jardinería y sus macetas,
semillas, bulbos, y esquejes. A Fernan le iba más hacer de hortelano. Mimaba
sus melones y tomates como si fueran uno más de los relatos que constantemente
reescribía a fuerza de tanto corregir.
Las siestas frente al ventilador eran aburridas allá arriba si no se
acompañaban de un buen libro. Pero las noches eran misteriosas. La oscuridad
transformaba la casa en una fortaleza espacial o en un templo ignoto de
corredores laberínticos, y tras las sombras, cada recoveco del universo en
miniatura era la puerta de un túnel de gusano que conectaba épocas y
dimensiones. A la luz de las linternas y bajo el penetrante aroma de las flores
nocturnas que acercaba la brisa marina, se adentraban en enigmas de
trascendencia cósmica.
Hacia las cuatro terminó la sobremesa después de los cafés y los
helados. Marina y Fernan habían disfrutado de la charla en familia, pero fue
inevitable que su inquietud aumentara a medida que se acercaba el momento de la
verdad. Se les echaba la hora encima, y debían ultimar la alineación con Nico
antes de la contienda. Así que se valieron de la primera oportunidad que
tuvieron para no tener que dejar con la palabra en la boca al tándem
Marisol-Ramón novelando las peripecias que corrieron en su viaje a China antes
de nacer Fernan, y mientras el padre
pagaba la cuenta y la madre pasaba al aseo, bajaron las bicicletas del remolque
del Nissan y se despidieron casi a la francesa.
Nico andaba detrás de Marina; sus ojos echaron chiribitas cuando la
vio aparecer más guapa que nunca. Ella llevaba un vaquero corto y una blusa
anudada al ombligo encima del biquini.
Los besos de saludo a Marina siempre habían fastidiado a Fernan porque
sabía de buena tinta que sus amigos eran unos “buitres”, pero no tuvo más
remedio que volverse a chinchar cuando vio desfilar los morros amorosos de todo
el equipo por la cara de ella.
Nico
se había encargado de hacer la selección y de avisar a todos. Había completado
un equipo con los mejores del camping, los “chaleleros” —los chicos de
los chalés del núcleo residencial—, y conocidos de otros años que veraneaban en
los apartamentos de alquiler.
Ella lo miró de pasada, cegada por la luz del sol. Los ojos verde
menta de Marina directos a su corazón lo atolondraron por un instante, y lo
hicieron sentirse atado y libre a un tiempo. Alegre y triste. Paquirlo había
contado las horas para volverla a ver, y allí estaba. Radiante. Como una
estrella nueva titilando en el eje del Universo. Todas las miradas eran
para ella.
—¡Aquí nos tienes! —dijo Fernan.
Paquirlo y sus secuaces dejaron de entrenarse, y ocuparon su
demarcación en el terreno de juego con arreglo a un cuatro-cuatro-dos. El once
titular era el de siempre: guardameta, Sumo; defensas, Bigotón, “La Mula
Francis”, Caraperro, y Orejones; centrocampistas, Cabezabuque, Rícar,
Mediopolvo, y Only; y delanteros, Guiños, y Paquirlo. La selección de foráneos
salió al ataque con un cuatro-dos-cuatro de gala: guardameta, Jaime; defensas,
Nico, Thierry, Alex, y Rachid; centrocampistas, el Yanqui, y Troncho; y
delanteros, Luigi, Napias, Toni, y Fernan. Eduardo hizo de árbitro; tenía
veintipocos años, era el jardinero del camping, y se llevaba bien con
todos.
Marina no tenía muy claro lo de recuperar el balón. Se olía cualquier
jugarreta fuera cual fuese el resultado.
Cara o cruz para escoger campo: el Sol de frente para los visitantes.
Fernan sacó.
El encuentro empezó mal. De los primeros quince minutos se jugaron
solamente seis. El resto fue tiempo muerto provocado por altercados y faltas. A
Paquirlo le gustaba caldear el ambiente antes de un partido para intimidar y
sacar rédito. Eduardo sosegó los ánimos con tarjetas amarillas —no había
suplentes—. Los de Fernan se volcaron al ataque. Los otros se defendían como
gatos panza arriba, y en cuanto robaban un balón, lo bombeaban al área
contraria para que Paquirlo enganchara una volea. Pero el férreo marcaje
individual de la defensa “hombre a hombre” lo complicaba. Paquirlo no se
quitaba de encima a Nico ni con agua caliente. Mantuvieron un rifirrafe de
patadas por lo bajinis que terminó en tangana. Ambos equipos se enzarzaron en
una batalla campal en la que se repartieron pescozones, empujones e insultos.
Eduardo los separó. Nuevas amonestaciones. Los locales pasaron a jugar el balón
desde atrás mediante pases largos al hueco. Paquirlo se desmarcaba con fintas y
bajaba a recibir la bola al borde del área, pero empezó a chupar y a perder
balones. Estaba más pendiente de Marina que del juego, y no podía concentrarse.
La selección de veraneantes pisó el acelerador y encerraron al adversario en su
área. Fernan se llevaba las manos a la cabeza cada vez que algún disparo pasaba
lamiendo el palo. Marina saltaba conteniendo gritos de gol. Fueron unos minutos
de continuos sobresaltos hasta que Alex dejó clavado a Caraperro con “un caño”,
y llegó el gol. Una fiesta. Paquirlo la
emprendió con Sumo. Al reanudarse el juego, continuó la presión del equipo que
ganaba, pero Paquirlo y los suyos no se arrugaron. Adelantaron líneas. Only
pasó a la delantera, y Orejones de líbero, subía su banda en las jugadas
ofensivas. Hubo suerte: aprovecharon una pérdida de balón para salir al
contraataque y pillar descolocada a la defensa. Paquirlo era un artista. Encaró
a Nico y regateó en corto dentro del área de castigo con el balón “cosido” al
pie. Se quedó sólo frente al portero, y lo dejó sentado de un quiebro. Gol y
empate a uno. El ariete lo celebró con piruetas en el área de meta hasta que su
equipo lo enterró bajo los abrazos de una melé. Para Marina fue un jarro de
agua fría. Fue un gol psicológico a dos minutos para el final del primer tiempo.
Paquirlo miraba a Marina de continuo, pero en el campo ya no había quien le
tosiera. Remató un córner de cabeza como Santillana en sus mejores tiempos, y
el balón entró ajustado a la escuadra a pesar de la estirada del portero. No
dio tiempo a sacar. Terminó la primera mitad. El equipo local le había dado la
vuelta al marcador en el descuento.
—¡Qué potra! —dijo Fernan dando una patada a una piedra.
—Queda mucho partido todavía —respondió Marina ofreciéndole una lata
de la nevera.
El banquillo de los chicos del pueblo celebraba la victoria por
anticipado, con bulla y cachondeo.
—¡Vas de cráneo, enano! —dijo
Only mirando a Fernan a los ojos.
A Fernan no le dio tiempo a replicar. Paquirlo salió en su defensa
porque sabía que si seguían vacilando al chico la cosa terminaría malamente, y
él no tendría la menor oportunidad de ligarse a su hermana. Iban ganando y
estaba contento, así que cambió de táctica:
—¡Deja al crío, hocicoburra!
—Porque tú lo digas —objetó Only.
—Por eso mismo. ¡Déjalo en paz!
—El que ríe el último, ríe mejor —soltó Fernan para quedar por encima.
—Este enano es un “bocas” —saltó Only—. ¿A que cobras?
Paquirlo lo sentó de un empujón y le dijo al oído:
—Déjame a mí.
Paquirlo se acercó a Fernan.
—¿Una “birra”? —dijo sonriente.
—Métetela por el culo —contestó Fernan, y se fue con Nico.
Paquirlo se sentó a una distancia prudencial de Marina.
—¿Y tú? —dijo levantando la cerveza.
Ella se encajó los auriculares del walkman para seguir escuchando a
Bach, subió el volumen, y pasó olímpicamente de él.
Paquirlo se quedó con la cerveza en alto y cara de gilipollas.
Marina lo miró de reojo y aguantó la risa. Aquel “matón de barrio” le
pareció de repente un tanto cómico con aquellas greñas, esa estúpida sonrisa en
la cara hoyosa, su pendiente de bisutería brillando en la oreja, la raída
camiseta por fuera, y las medias caídas.
Paquirlo se acercó un poco más, disimuladamente.
Marina reparó en que al chico le olían los sobacos a fritura de
pescado, y se carcajeó de puro asco.
Nico asumió el rol de protector, y se acercó para espantar al moscón.
—No pasa nada, Nico. Déjanos —dijo Marina.
A Paquirlo le temblaron las piernas cuando ella lo miró a los ojos.
Marina pensó que aquel chico no era ni guapo ni feo, sino todo lo
contrario. Le pareció que tenía “algo” que lo hacía en cierto modo especial, y
no era precisamente porque se pareciera un poco a Jorge Alberto Valdano.
—¿Te
gusta el fútbol? —insistió Paquirlo.
—Ni fu ni fa.
Marina leyó en sus ojos dulces ensoñaciones. Y los suyos, tan vivos,
brillaron para él.
—¡China-cochina...! —gritó Only poniéndose una mano en la boca para
encubrir la procedencia del “piropo”.
Fernan y Nico estaban en lo suyo, y no se enteraron.
Paquirlo se giró. Sabía quién había sido.
—¿Quieres que te ponga la cara como un mapa?
—¡Qué paaasa... tío! ¿Te mola la chinita o qué?
—¡Pídele perdón ahora mismo!
Marina Ying lo retuvo por el brazo, y un delicioso mensaje químico
añadió al tacto toda una nueva dimensión de sensaciones que pusieron al chico
los vellos de punta.
—La violencia no lleva a ninguna parte —dijo Marina.
—¡Vete a la mierda, Only! ¡Que te folle King Kong! —dijo Paquirlo sin
quedar muy convencido de olvidar el asunto.
—¿Por qué le llamáis “Only”? —preguntó Marina.
—¿No le ves los morros?
—Sí. ¿Qué pasa?
—Pasa que tiene más labios que un coro de negros cantando el “Only
you”.
—No tiene gracia. Eso es un chiste racista.
—Yo no tengo culpa de que le hayan puesto ese mote. Me he limitado a
responder a tu pregunta.
—Vale. Lo que tu digas. Pero es muy doloroso tener que soportar o
escuchar esa clase de bromas cuando sufres el rechazo de los demás sólo por el
hecho de ser diferente. Lo sé por experiencia propia, ¿sabes?
—¿Me lo dices o me lo cuentas? Soy gitano.
Marina adivinó en su mirada la tristeza de la marginalidad.
—Yo soy de etnia asiática.
—¿Ah sí? No me había dado cuenta.
Los ojos rasgados de Marina Ying se entornaron con la risa, y Paquirlo
notó como sus almas pulsaban en sintonía. Fernan y Nico se los quedaron
mirando, encendidos por los celos.
—Me llamo Paquirlo.
—Ya lo sé.
—Y tú Marina, ¿no?
—Lo sabes de sobra.
Paquirlo ofreció la mano con timidez, y a cambio se llevó un beso en
la mejilla.
—Mis padres me adoptaron de pequeñita. Estaban superconvencidos de que
no podían tener hijos... y, ¡míralos! Se llevaron un “sorpresón” con Fernan.
Tuvo que ser un regalo de Dios para recompensarles por ser tan buenos conmigo.
Fue una suerte que se cruzaran en mi destino. Creo que me salvaron la vida. Mis
padres biológicos me abandonaron en una especie de orfanato al poco de nacer.
Yo era una niña débil y enfermiza que pillaba todos los virus habidos y por
haber. A veces, vagamente, me vienen a la memoria algunos momentos en aquel
horrible sitio que preferiría olvidar de una vez por todas.
—Pero ahora se te ve feliz.
—Mogollón —dijo con la goma en los dientes mientras se recogía el pelo
en una coleta.
—Me hubiera gustado conocerte antes.
—Nunca es tarde —dijo sonriendo.
—Lo digo porque a pesar de mis amigos, la mayor parte del tiempo me
siento solo. La gente que no me comprende; incluidos mis padres. Me consideran
un bicho raro porque vivo a contracorriente. ¿Me entiendes?
—Eso pasa.
—Muchas lisonjas, pero en el fondo me desprecian.
—Lo sé. ¿Por qué será que la diferencia genera aversión y hostilidad
en los humanos?
—Será porque el odio y el miedo suelen ir de la mano.
—Estoy de acuerdo.
—¿Me guardas un secreto?
—Claro.
—Soy pintor aficionado.
—Ahora me explico por qué eras distinto a los demás. ¡Ya está!: ¡es
que eres artista! ¿Y qué pintas?
—Marinas.
—¡Mira qué bien!
—Me apasiona la naturaleza.
—¿La... naturaleza?
—El mar, los bosques, la vida... es una pena que no sepamos apreciar
este planeta como se merece.
En ese momento, Marina supo que eran almas gemelas.
—¿Y te gustaría pintarme?
—Mucho.
—¿Me guardas a mí otro secreto?
—¡Que me muera! —dijo besando los dedos índice y pulgar cruzados.
—Me gustas.
La segunda parte del partido iba a dar comienzo. Se levantó poniente.
—¿A qué venía esa complicidad con el “calorro”? —preguntó Fernan sin
esperar respuesta. Y se alejó.
Los que iban ganando se confiaron. Las acciones atacantes se reducían
siempre a lo mismo: colgar balones al área para que el delantero centro
rematara. Pero Paquirlo no hacía más que fardar para que Marina lo viera, y su
dominio del balón no se traducía en goles. Tenía tres defensas pegados a él, y
no daba pie con bola. Se colocaba una y otra vez en fuera de juego, y llegó a
fallar un gol cantado. Los otros apretaron. Bigotón zancadilleó a Napias a unos
veinte metros de la línea de meta; libre directo casi perpendicular a la
portería. Nico tiró a puerta con efecto por encima de la barrera, y Sumo ni se
movió. Dos a dos. En el minuto sesenta una jugada de libro: Orejones avanza
medio campo, centro “de rosca” a Guiños, y pase “de la muerte” a Only, que
remata a placer. Gol. En el minuto setenta, Sumo entra con la rodilla a Troncho
—en enclenque de las bermudas— al despejar un balón de puños, y caen los dos;
el balón rebota en la espalda de Fernan, y después de un bote rarísimo, el
balón entra con ayuda del poste. ¡Gol! Un gol tonto. Extraño. Empate a tres.
Fernan tenía una sonrisa total. Se sintió importante cuando dieron una vuelta
al campo con él en hombros y lo mantearon. Duró poco la alegría del momento:
cinco minutos después, el armario empotrado de “La Mula Francis” se plantó solo
delante del cancerbero después de arrollar a dos defensas cargando como un
miura embistiendo, y Jaime no tuvo más remedio que hacer penalti para
detenerle. El árbitro señaló el punto fatídico. Paquirlo pidió tirarlo. Colocó
el balón y cogió carrerilla. Jaime se movía para ponerlo nervioso. Se miraron a
los ojos. Paquirlo vio como Marina se mordía los puños hecha un flan, y falló
incomprensiblemente. El balón fue al mundo. Only le echó en cara su
generosidad:
—Todo un detalle, sí señor. ¡Qué cantazo! Podías haber disimulado un
poco...
—¡Vete a freír espárragos!
El partido continuó sin que Paquirlo recibiera un pase. Le hacían el
vacío porque Only se había encargado de correr la voz de que el gitano era un
traidor, y se encerraron en el área esperando la oportunidad de un contragolpe
como si tuvieran un jugador menos. El tiempo estuvo detenido para que Paquirlo
se recuperara de un patadón que recibió en las espinillas. Nico lo barrió sin
que tuviera el balón, y Eduardo sacó roja directa y lo expulsó. Marina se
acercó hasta él con los restos de los cubitos de hielo de la nevera, para
ponérselos en el golpe.
—¿Vais a jugar a médicos? —dijo Orejones.
—¡No te pases, “Dumbo” de los cojones! —le advirtió Paquirlo.
Los del pueblo recibieron un baño, pero no caía el gol. El vendaval
que se había levantado complicó el juego.
Y el partido terminó en tablas.
El viento soplaba desde todas direcciones.
A los cinco minutos de prórroga, un disparo de Toni se fue al “quinto
pino” del cañaveral. Sumo fue a por el balón para sacar de puerta, pero tardaba
demasiado.
—¡Date prisa! —urgió Only.
—¡No lo encuentro! —se escuchó a lo lejos.
Árbitro y jugadores se metieron en aquel berenjenal de cañas para
ayudarle a buscar.
Un banco de bruma se aproximaba desde mar adentro, perseguido por una
tormenta eléctrica de nubarrones verdes.
Marina no quiso quedarse sola, y también se adentró en la selva de
elevados tallos sin estar muy convencida de haber acertado. A los pocos pasos
se desorientó, y anduvo en círculo sin saber a dónde iba.
Llegó la niebla.
Alguien gritó en algún lugar del laberinto.
Visibilidad cero.
Marina tropezó en un terrón, y cayó en una tela de araña gigantesca.
Nuevos gritos. Silencio. Pasos. Murmullo de hojarasca movida por el
viento.
Marina luchaba por zafarse de las hebras, cuando una mano la agarró
del brazo.
—¿Qué hostias es eso, tía? —preguntó Only levantándola—. ¿Una
telaraña?
—¿Qué si no?
Only andaba más salido que el pico de una plancha. Agarró a Marina, y
la apretó contra él.
—¿Te gustaría probar mi boca sensual, muñeca? —preguntó el chico
emulando a un actor.
—¡No seas estúpido! —contestó soltándose.
—¡Qué está ocurriendo! —dijo Paquirlo saliendo de la niebla.
Los chillidos histéricos de Sumo, sirvieron de baliza.
—¡Vamos! —dijo Paquirlo, cogiendo a Marina de la mano—. ¡Está por allí!
Paquirlo iba delante cojeando. Se abría paso entre las cañas
arañándose los brazos. “¡Socorro!”, escucharon más de cerca. Siguió chillando.
—Vamos bien —dijo Only.
El campo crujía tras ellos.
—¡Vienen siguiéndonos!
La ventisca trajo un desbarajuste de sonidos inquietantes desde todas
direcciones.
Hallaron a Sumo adherido a una maraña filamentosa bastante más densa
que la que atrapó a Marina.
—¿Qué coño te pasa con tanto gritar, tío? —preguntó Paquirlo.
—Qué pregunta más gilipollas, ¿no? ¡Sacadme de aquí, joder!
—¡Nos has acojonado, gordo de mierda! —dijo Only.
Llegaron más, atraídos por las voces. Fernan gateaba entre las cañas.
—¿Qué te ha pasado Marina? —preguntó el hermano—. ¡Es asqueroso!
—Son hilos nada más, no te preocupes. Estoy bien.
Sumo metía prisa, pero nadie quería tocar aquella madeja de fibra
viscosa que se espesaba a su alrededor como queriendo formar un capullo.
—¡Ayudadme, cabrones!
Entretejido entre las cañas, el hilado formaba una red plateada con
motas amarillas, tan extensa como la de una portería. Había pegotes por
doquier.
—Está todo lleno de esa mierda —dijo Eduardo—. ¿Qué será?
Paquirlo alargó un brazo para tirar de su amigo.
—¡No lo toques! —dijo Fernan.
—“Tranqui” tío —dijo Paquirlo—. No pasa “na”, “joer”.
—Es un espécimen alienígena que ha salvado la infinidad del espacio
para llegar hasta nosotros.
Lo miraron como si se le hubiera ido la bola.
—¡Estás “colgao”, macho! —dijo Only.
—Un intruso de otro mundo que duplica seres vivos —insistió.
—De por aquí no es —dijo Eduardo—. Eso está claro.
La niebla se fue como vino, pero los relámpagos se echaron encima.
—Podría formar parte de una invasión a gran escala para adueñarse de
nuestro planeta. ¿Me seguís? Tiene toda la pinta de ser...
—Fernan, ¡vale ya! —cortó Marina.
—Se le ha ido la olla —dijo Orejones rotando el índice en la sien.
—¿Es que no visteis anoche la película? —Fernan seguía erre que erre.
—¡Bah! ¡Polladas! —discrepó Guiños.
—¡El bicho extraterrestre está latiendo! —gritó Troncho.
—Se mueve por el viento, idiota —arguyó Rachid.
—Pues tiene que ser chungo por cojones, porque parece habérselo
currado de puta madre para capturar presas —dijo “La Mula Francis”.
—¡Qué sabrás tú! —disintió Paquirlo—. El gordo se ha enganchado él
solito por cenutrio.
—¡Dejad la cháchara, copón! ¡Cogedme ya! —clamó Sumo.
—Démonos prisa antes de que nos caiga un rayo —dijo Marina despegando
al gordito de “la trampa”—. ¿Veis? No pasa nada —concluyó con encantadora
naturalidad.
—¡Marina! —protestó Fernan sin que pudiera adelantarse para detenerla.
—Cálmate, Fernan —dijo Paquirlo sujetándolo.
Eduardo y Nico ayudaron a Marina. La sustancia aglutinante de la que
estaba hecha la malla era pegajosa, pero no muy consistente. Se desprendía con
relativa facilidad cuando se tiraba de ella, y se derretía convirtiéndose en
gelatina al arrancarla del resto.
—¿Es que no tienes ojos? —reprochó Paquirlo.
—¡Y yo qué sé! Vi el balón, y fui a por él —dijo Sumo señalándolo.
El balón estaba pegado a otra red más pequeña. Eduardo lo cogió, y se
lo entregó a Fernan.
—Por lo que a mí respecta, el balón retorna a sus dueños —dijo el
jardinero—. ¡Sanseacabó!
—Estoy
de acuerdo —dijo Paquirlo.
—Y yo —dijo Sumo.
—¡Qué pasa! No hemos terminado. Si no van ganando... —se quejó Only.
—Nosotros tampoco; yo se lo quité, y yo se lo devuelvo. ¿Algún
problema?
—Si queréis, podríamos quedar otro día para jugar por gusto —dijo
Marina. —¡Chachi! —dijo Sumo.
El cielo cambiaba de color con cada rayo: de negro a nieve, de rosado
a malva, y del verdoso al negro. Un trueno sobre sus cabezas, hizo que les
retumbara la bóveda craneal.
—No es por nada..., pero tenemos que irnos —dijo Eduardo señalando
hacia arriba.
Marina y Paquirlo se miraron tristes.
—¡Mirad eso! —dijo Nico señalando al balón.
Fernan lo soltó al verlo como si quemara. El cuero tenía algo raro
fijo a la válvula.
—¡Un parásito del espacio exterior!
—Nunca vi nada igual —dijo Paquirlo repasando de memoria la flora
aborigen.
Podría decirse que era un tipo curioso de flor, con una corola tubular
de chocante fosforito rosa. Se aferraba a las costuras del balón por medio de
unos apéndices
filiformes articulados a modo de patas de rabioso gris metalizado como si fuera
un “arácnido vegetal” de lo más insólito.
El mar salado olía a quemado cuando las ráfagas del temporal golpeaban
cargadas de ozono y chispas. El aire estaba saturado de alquitrán, de las
fuertes emanaciones de algas pútridas y medusas muertas, y de la madera rancia
de las barcas varadas en la orilla.
—Es sólo una flor —dijo Paquirlo desprendiendo la exquisita rareza de
la bola de aire—. ¡Toma!, para ti —y se la ofreció a Marina.
—¡Quieta!
—dijo Fernan intentado preservar a su hermana del extraño—. ¡Ni se te ocurra!
—¡No seas crío, Fernan! Es un bonito detalle.
—Me importa un rábano. No te fíes de él.
—Muchas gracias —dijo Marina aceptando el obsequio con una sonrisa.
Only canturreó algo sobre una “china del alma”, y hubo risitas.
—¡Marina! —gritó Fernan con aire autoritario.
—¡Hay que ver cómo eres!, ¿eh?
—Pero...
—No digas más simplezas, “porfa”.
Marina se colocó la “flor” en el pelo, y Paquirlo se derritió; le pasó
por la cabeza el sueño pasajero de que “su chica” era una isleña del Pacífico
que superaba en belleza a todas las demás.
Los demás se abrieron, pero Paquirlo remoloneaba para estar con ella
un rato más. Seguía cojeando, y Sumo se ofreció para acompañarlo a casa.
—Cuando quieras nos vamos —dijo el gordo.
Fernan estaba indignado con la actitud de su hermana. “Parece mentira
que sea tan pánfila como para caer en el garlito”, pensó. Paquirlo le parecía
una sabandija oportunista; un ser taimado que había sabido granjearse la
confianza de Marina con artimañas de seductor para buscar su perdición.
—Quedamos otro día si eso, ¿no? —dijo Paquirlo un tanto encogido.
—Bueno —respondió ella—. No tiene por qué ser forzosamente con motivo
de un partido. Podríamos pasear si quieres.
Una sonrisa de oreja a oreja iluminó la cara del chico.
—Cuando “te salga” nos vamos —importunó Sumo.
Se despidieron con el beso en la mejilla de rigor.
Aquello era demasiado. Fernan colocó el balón en la parrilla de la
bici, y agarró y se fue sin esperarla.
Marina pasó por el videoclub para encontrarse con su hermano y subir
juntos a casa. La tenía preocupada.
—¿Qué te pasa, Fernan?
—Nada.
Fernan alquiló La invasión de los ultracuerpos, y esa noche no
durmió.
Tuvo pesadillas cuando se lo permitió el insomnio.
Soñó con bulbos sangrantes y flores escamosas; con caricias
eléctricas. Soñó que su hermana no era ella, sino algo perverso que lo
fagocitaba mediante un abrazo mortal y besos lujuriosos.
Se despertó. Sintió miedo profundo. Se asomó a la ventana y creyó
seguir soñando. El panorama nocturno le era completamente desconocido.
Cayó una buena cerca de su casa. El festival de rayos que trajo la
tormenta seca, provocó más de un incendio que tuvieron que atajar los efectivos
forestales de ICONA y voluntarios del pueblo. La furia del viento arrastraba
olas de fuego que devoraban hectáreas con la avidez de un arma definitiva de
destrucción masiva.
Y volvió a la cama. Soñó que nadie se tomaba en serio sus advertencias
sobre una trama global que pretendía arrebatar el planeta a la raza humana,
hasta que fue lo bastante tarde como para que pudiera evitarse la ofensiva
extraterrestre a gran escala que había empezado con prodigios en el cielo.
Geometrías de todos los colores se desdoblaban hasta conformar en el aire
fractales holográficos de inquietante belleza, y el cielo se cuajó de estrellas
a plena luz del día. De las ventanas abiertas en el tejido del espacio-tiempo
salían más y más naves que se dispersaban sobre sus objetivos en tierra. Las
tapaderas de los cilindros metálicos se desenroscaron, y las máquinas de guerra
salieron de sus cápsulas escupiendo fuego. Empezaba el combate cuando despertó
gritando con una edición de bolsillo de La guerra de los mundos en las
manos.
Ahí afuera se escuchaba el chirrido de otro cilindro abriéndose. Echó
un vistazo sin asomarse demasiado, y la contraventana casi le aplasta la nariz
al cerrarse de un golpetazo más de una tanda de disparos que habían detonado en
el sueño donde se luchaba encarnizadamente por el control del planeta. Era el
huracán, que todo lo meneaba. Pudo ver que no había contenedores cilíndricos
con la tapadera abierta ni batalla alguna. Los chirridos también eran producto
del ventarrón. El perno de bloqueo se había partido, y el timón del molino de
viento se volvió loco. Las aspas giraban libres hasta que una descarga de
millones de voltios fulminó la torre metálica. Fernan se ocultó bajo la cama,
cegado por el rayo, y el resto de noche la pasó en vela.
Por la mañana todo estaba irreconocible: la finca patas arriba, el
cielo sucio y el aire lleno de pavesas, el monte arrasado que humeaba, y su
hermana. La veía cambiada. Fernan le dio algunos desplantes de campeonato, pero
Marina no replicó; prefirió dejar aparcado el problema que hubiere hasta que a
Fernan se le pasara el mosqueo después del desayuno. Marina lo conocía. Había
mañanas en las que no se aguantaba ni él. Cuando se levantaba con humor de
perros, lo mejor era dejarlo a su aire hasta que el café con leche le ponía las
pilas y volvía a ser el de siempre. Pero ese día fue diferente. Mucho rato
después de que Fernan hubiera apurado su taza, Marina vio algo en sus ojos que
hubiera preferido no ver, o como poco,
olvidar. Lo buscó para hablar con él a solas.
—Fernan, estás muy raro —dijo preocupada.
—La rara eres tú.
—¡Menudo partidazo ayer! ¿eh? —preguntó Marina para congraciarse.
—¿Dónde está la flor que te regaló tu príncipe cutre?
—... ¡Ah! Estaba chuchurrida y la he tirado.
—¿Estás segura?
Marina se rió.
—No tiene ni pizca de gracia —dijo Fernan.
—¡No me irás a decir que te has puesto celosillo!
—¿Cómo? —murmuró conteniendo la ira.
—Aunque tenga otros amigos, tú serás siempre irreemplazable. Eres mi hermano
favorito.
—No disimules.
—¿Disimular qué?
—Ya sabes a qué me refiero.
—No. Estoy perdida.
—Querrás decir que eres una perdida.
Marina se puso seria, pero prefirió no entrar al trapo.
—¡Vaya nochecita!
—Estás en el ajo, ¿no? —volvió a la carga.
—Mira Fernando, no sé por dónde vas.
—Sabes muy bien que esa cosa que aceptaste de buen grado no es la
inocente flor que aparenta ser.
—Pues sí. Tienes razón.
Fernan sintió pánico.
—Viene en el periódico de esta mañana —continuó Marina—. Resulta que
la hilaza pringosa aquélla no era otra cosa que los nidos de una colonia de
arácnidos.
—¿Estás de coña?
—Dice aquí que pasó algo parecido en California hará cosa de ocho
años. Tras una larga sequía llovieron arañas. Los huevos habían sido incubados
en terreno árido, y las crías se elevaron a grandes alturas concentradas en
bolsas de aire caliente hasta que llegaron las tormentas.
—Ya.
—“El extraño tejido encontrado a lo largo del litoral granadino
podría haber sido arrastrado por el viento desde el interior del continente
africano” —leyó Marina.
—¡Pero y “la flor” qué!: ¿la “araña-mamá”?
—¡Déjame que termine, córcholis! Por lo que se comenta, han tenido que
aparecer por miles. Las han catalogado como una especie de planta carnívora
procedente de la misma zona que los nidos. Mira, aquí dice que el color
llamativo de las hojas digestivas tiene el cometido de atraer a los insectos.
Al parecer, quedaron enredadas en las hebras, y viajaron con ellas hasta aquí.
¿Satisfecho?
—Pues no. Ese tipejo no es de fiar.
—¿Qué tipejo?
—¡Quién va a ser!: ese “pelagras” que te hace tilín.
—Eres un majadero.
—¿Cómo puede gustarte? ¡Es un porrero! ¡Un pelanas! ¡Un gusano!
¡Un...!
—¡Eh! ¡Para el carro!
—Qué quieres que te diga. Es un pedorro.
—¡Imbécil!
—¡Guarra!
Aquel intercambio de epítetos dejó a Marina mal sabor de boca. Nunca
antes habían discutido. La cosa es que a partir de aquel día se distanciaron
bastante, y que la relación con Paquirlo, en cambio, fue viento en popa. Él
había dejado a un lado el gamberreo con los amigachos desde que sentó la cabeza
para cortejarla.
Quedaban por las tardes. Marina lo esperaba sentada en un tocón que
había justo en el desvío que conducía hasta la casa por un angosto carril.
Podía escuchar la escandalera que metía su moto desde que salía del pueblo.
Pero para ella era más que música. Hacía que su corazón brincara, irrigando sus
mejillas del color de la pasión.
Aquel verano del Mundial fue su verano. Vivieron un amor auténtico de
los que se recuerdan toda la vida.
Solían ir a una cala solitaria donde pasaban largos ratos en silencio
de cara al mar. Había veces que buceaban bajo las rocas, abrazados sin gravedad
como en un mundo onírico. Otras, se dejaban la vida en cada beso, o se hartaban
de reír con cualquier cosa. Allí, cuando la mar estaba revuelta y la espuma del
oleaje les salpicaba desde el rompiente, se inventaban misterios acerca del
faro para abrazarse más y mejor.
Una tarde —como tantas otras en las que mutuamente se regalaban el
oído más allá del afecto—, hablaron de ellos: hobbies y anhelos.
Paquirlo hacía un dibujo de Marina a carboncillo mientras iba tarareando una
melodía romántica de Los Chichos. Estaba inspirado. Se lió un canuto, y terminó
el retrato. Marina buscó la canción en la bolsa de cintas para que el
radiocasete la susurrase como acompañamiento de nuevos besos, y terminó de
enamorarse del todo. El atardecer en la playa avanzó a las mil maravillas entre
caricias y fórmulas para arreglar el mundo. Fue especial.
—Se
hace tarde —dijo Marina agarrándose al manillar de la moto.
—Se te ha pegado el sol. Estás muy guapa.
—Tengo que irme o mis padres me castigarán.
—¿También te castigan?
—Sin salir. ¿Y a ti?
—¡Bueno...! Lo mío es muchísimo peor. Cuando la cago en el cole o
monto un pollo “porahi”, mi viejo me obliga a tragarme un capítulo completo de Verano
azul. ¡Tiene grabada la serie entera!
—Mis padres dicen que es muy educativa.
—¡Puag!
—Pues si quieres que nos sigamos viendo, tenemos que espabilar.
¡Venga!
Paquirlo se levantó con desgana para recoger las cuatro cosas
alrededor de las toallas.
—Les he hablado a mis papas de ti, y quieren conocerte —soltó Marina
de sopetón.
A Paquirlo le entró taquicardia.
—¿Entrar en tu casa? ¿Yo? ¡Cu... cuándo!
—Mañana.
—Pe... pero...
—No hay “peros” que valgan. Hay que tenerlos contentos para que lo
nuestro funcione. Así que ya sabes: sé tú mismo, y causarás buena impresión.
—Ya, pero...
—¡Sin “peros” he dicho!
—Vale. ¿Si insistes? —dijo con regomeyo.
—Pásate por la tarde, a eso de las ocho. Van a preparar una barbacoa
en tu honor.
—¿A cenar? ¡Imposible! No tengo que ponerme.
—¡Pero hombre...! No es preciso que vayas de etiqueta...
—¡Me niego!
—No seas aguafiestas, ¿quieres?
Paquirlo se presentó a las ocho en punto con una copia en pequeño de Los
girasoles de Van Gogh para los padres de Marina. Estuvo pintando hasta poco
antes de salir, pero el esfuerzo valió la pena; quedó divinamente. Iba de tiros
largos con la ropa de los domingos y una corbata de Sumo.
Había hambre y cenaron pronto. Se zamparon las sardinas y las
brochetas de marisco sin que Paquirlo se animara a despegar los labios salvo
para contestar con monosílabos. Hacía fresco, así que Ramón había optado por
una moraga en la balconada peñascosa desde donde se contemplaba el reguero de
luz que La Luna se dejaba en el mar. La lumbre ayudó a salvar distancias, y
sirvió de trampolín para que se lanzaran a contar historias. Marisol rompió el
hielo con una aventura marciana del gusto de Fernan. Quería complacerle y que
se distrajera, procurando suavizar en lo posible, la ojeriza manifiesta que su
retoño le tenía al invitado. Marina relevó a su madre para seguir paseando por
el Planeta Rojo de la mano de Ray Bradbury. Le llegó el turno a Paquirlo cuando
el poniente atizó a la lumbre, poniéndola furiosa. Contó historias de marinos
que le escuchó a su abuelo; cuentos tristes con leitmotiv de mar y
muerte. La hoguera crepitaba violentamente. Sus llamas se enredaban en el aire
formando siluetas demenciales que brincaban alentadas por los relatos, como si
el fuego manifestara su naturaleza diabólica aguijoneando almas condenadas que
escapaban al tormento con cada chispa que saltaba.
La noche se puso al rojo.
Paquirlo aprobó con nota.
Fernan dio por terminada la reunión cuando le tocaba a él narrar. Se
retiró a su cuarto maldiciendo el momento en que aquel ser detestable había
entrado en sus vidas. Ramón fue en su busca para tentarle con sacar el
telescopio. Lo montó en la azotea, y comenzó un maratón de astronomía al amor
del misterio. Paquirlo dijo que era la primera vez que se entendía con el
firmamento de tú a tú. La Luna acaparó toda su atención al principio, haciendo
de telonera del magnífico espectáculo que vendría después.
—¡Qué de estrellas! —exclamó.
—No son más que soles alimentando otros planetas —dijo Fernan
mostrándose indiferente para dejar claro que estaba de vuelta de todo aquello.
—¡Casi pueden tocarse! —dijo Paquirlo enfatizando su sorpresa.
La nube sidérea que formaba el disco galáctico atrajo su atención.
—¡Es grandioso!
—La astronomía no tiene secretos para mí —dijo Fernan.
—Eso mismo piensan algunos científicos —intervino Marina—, pero la
verdad es que están en pañales.
—¿Por qué dices eso? —quiso saber Ramón.
—Porque no ven más allá de sus narices. Los astrónomos sólo conocen un
cinco por ciento de lo que existe.
—¿Y qué se supone que deben detectar?
—El otro noventa y cinco restante.
—Pues vale. Eso y nada, es lo mismo.
—Lo que digo es que la intuición es una herramienta mucho más poderosa
que los modernos radiotelescopios.
—¡No me digas! —dijo Fernan.
—¿Y tú qué piensas, Paquito? —preguntó Marisol.
—Bueno, yo...
—Paquirlo sólo entiende de fútbol, mami —interrumpió Fernan.
—Estás muy equivocado —replicó Marina.
—Marina y yo hablamos de todas estas cosas cuando nos vemos —dijo
Paquirlo retomando el tema.
Marina lo miró algo incómoda. Siempre había sido reservada, y temía que el chico aireara alguna intimidad
si su madre se proponía tirarle de la lengua con esa maña que se daba para
sonsacar —defecto de familia—.
—Marina se refiere a que la realidad del cosmos no es tal y como
nosotros la percibimos —continuó Paquirlo.
—¿Y cómo es? —preguntó Marisol intrigada.
—Marina dice que más exótico de lo que la mente humana podría
imaginar.
—¡Pero qué sabrás tú de todo eso! —dijo Fernan a su hermana—. Menos
mal que el fantasioso de la casa era yo...
—Lo sé porque lo leí.
—¿Dónde? —preguntó Marisol.
—En una revista de divulgación científica.
—Seudocientífica, diría yo.
—¿No eras tú la que decía que la ficción siempre aventajará a la
ciencia, mami?
Marisol no supo qué decir; Marina la dejó planchada.
—La sensibilidad del artista siempre ayuda a ver una miaja más lejos
—dijo Paquirlo solventando el incomodador silencio—. Yo creo que los genios se
adelantan a su tiempo porque dudan de las certidumbres.
—¿Acaso eres un genio? —dijo Fernan tras haber exagerado una carcajada
más que forzada.
—¡Sí que lo es! —afirmó Marina contrayendo los hombros a causa de un
escalofrío.
Paquirlo se apresuró a cubrir con su cazadora vaquera la espalda
desnuda que mostraba el vestido de flores, y la miró tiernamente.
Hacía biruji.
Los padres se miraron con la desaprobación marcada en un rictus.
—Hay algo de cierto en eso que dices sobre la genialidad —intervino
Ramón—. Aunque mucho me temo, que esa supuesta capacidad visionaria queda en
entredicho a veces, debido a los delirios de una mente frágil.
—Por lo general, todo el que se atreve a desafiar al modelo dominante
en cualquier disciplina, es ridiculizado o tachado de loco —aseguró Paquirlo.
—O peor aún —dijo Marina—. A Giordano Bruno lo quemaron en la hoguera
por sugerir la existencia de vida en otros mundos más allá de nuestro sistema
solar.
—Totalmente de acuerdo —dijo Fernan a su pesar.
—¿Y qué hay de vuestros respectivos ídolos?¿Van Gogh y Lovecraft
también eran cráneos privilegiados?
—Por supuesto —dijo Paquirlo.
—Pues yo siempre había creído que andaban un tanto desequilibrados, y
que sus creaciones tienen más de alucinaciones de un intelecto torturado, que
de ciencia infusa.
—Típicos talentos incomprendidos —dijo Marina—. Viene a cuento que los
nombres, porque los dos sondearon otras dimensiones.
—Ya lo creo: la dimensión de la locura.
—¿Conoces La noche estrellada?
—Desde luego: un lienzo soberbio.
—¿Y qué dirías que vio cuando lo pintó?
—¿El cielo nocturno?
—¿Y qué más?
—¿Cipreses?
—Frío frío.
—Pues no sé qué otra cosa podría haber visto...
—La materia oscura del universo.
—¿Esa “materia perdida” que tantos quebraderos de cabeza está causando
a los científicos?
—La misma.
—Debo admitir que me dejas anonadado —dijo Ramón, pensativo—. ¿Y se
puede saber qué veía Lovecraft para escribir todas esas historias delirantes?
—Te aterrorizaría averiguarlo —dijo Fernan poniendo voz misteriosa
mientras clavaba sus ojos en los de su padre.
Paquirlo siguió inquiriendo el infinito con el telescopio.
—¿Y tú, “artista”? ¿Qué ves? —le preguntó Ramón al verlo tan
interesado. —Veo un plan detrás de todo esto. No sé... Es como si
fuésemos miembros de una gran familia.
Se quedaron un tanto despistados con la salida del chico.
—Lo que dice Paquirlo es que debe haber alguna razón para tanto
derroche de estrellas —dijo Marina—. Y no va desencaminado: la majestuosa
belleza del cosmos invita a creer en algo más que en el azar para explicar qué
pintamos las criaturas inteligentes girando con La Tierra en medio del vacío.
La armonía entre las leyes del universo y las condiciones imprescindibles para
que surja y se desarrolle la vida en un planeta, jamás podría deberse a la
casualidad. ¿Sí o sí?
—¡Vaya! Tengo una hija filósofa, y no lo sabía —dijo Marisol.
—Pero qué armonía ni qué moco verde, si el espacio es un maremágnum de
toda clase de peligros. Ahí afuera reina el caos más desolador —dijo Fernan
señalando al cielo.
—Es cierto lo que dice Fernan, Marina —dijo Ramón—: meteoritos y
cometas destructores, radiaciones letales, temperaturas extremas, explosiones
devastadoras de supernovas, agujeros negros que devoran todo lo que pillan...
—Todo eso forma parte de los engranajes del mecanismo. Pero todo
está en su debido lugar, y perfectamente
sincronizado con el conjunto de la maquinaria.
—¿Qué me quieres decir? —dijo Ramón acompañándolo de una cínica
sonrisa.
La suave brisa del tomillar alivió un poco el olor a monte quemado, y
los grillos dieron el do de pecho con su serenata de verano como si se animaran
con la conversación.
—La distancia del Sol a los planetas no es aleatoria —dijo Marina—.
Está regulada por una relación aritmética conocida como “ley de Bode-Titius”.
Marina fue corriendo a su cuarto a por un boli y un bloc.
—La Tierra está situada a ciento cincuenta millones de kilómetros del
Sol, o lo que es lo mismo, a una Unidad Astronómica de distancia media —dijo
mientras terminaba una tabla—. Los demás planetas del sistema solar orbitan a
las siguientes distancias —dijo enseñando lo que había anotado en la hoja—:
Planeta Distancia
(en unidades astronómicas)
Mercurio 0,4
= 0,4
Venus 0,7
= 0,4 + 0,3
Tierra 1 = 0,4 + 0,3 x 2
Marte 1,6
= 0,4 + 0,3 x 4
Cinturón principal de
planetas menores 2,8 = 0,4 + 0,3 x 8
Júpiter 5,2
= 0,4 + 0,3 x 16
Saturno
10
= 0,4 + 0,3 x 32
Urano 19,6 = 0,4 + 0,3 x 64
Neptuno 38,8 = 0,4 + 0,3 x 128
—¡Qué cosas! —dijo Marisol.
—¿Veis como cada astro
ocupa el lugar que le corresponde?
—La conocía —dijo Ramón—. No tiene el menor fundamento científico. Es
una especie de curiosidad matemática. Pura coincidencia. No sé si sabrás que el
dato de Neptuno no es correcto, y que te has olvidado del lejano Plutón,
que de ajustarse a la proporción tendría
que estar al doble de la distancia real.
—Lo que tú quieras, pero la cuestión es los astrofísicos no encuentran
ninguna explicación a esos números. Reconozco que por alguna razón, la
distancia a Neptuno es sólo aproximada. Pero en lo tocante a Plutón, te diré
que no es un verdadero planeta, sino un asteroide. Por su tamaño, situación, y
órbita excéntrica, algunos astrónomos lo consideran una especie de supercometa;
uno más entre los cientos de planetoides existentes en una vasta región de
mundos helados. Incluso, se especula con la posibilidad de que en un principio
fuese un satélite de Neptuno que pudiera haber salido despedido de su órbita a
causa de una colisión. ¡Vete tú a saber! En realidad, es mucho más pequeño que
la Luna.
—¿Pero se puede saber quién te ha comido el coco con todas esas
pamplinas? —dijo Fernan buscando polemizar.
Marina pasó de él.
—Y según tú, ¿qué consecuencia sacarías de esa extraña hipótesis de
que “todo está en su sitio”? —preguntó Marisol.
—A lo que voy es al origen del Universo. Creo que esa colosal
explosión primordial de la que habla la teoría del Big Bang, y de la que se
supone que ha surgido todo lo que existe, incluidos los seres vivos
inteligentes, jamás hubiera podido ordenar la materia y la energía por sí sola.
—¿Por? —dijo Ramón.
—Porque es completamente imposible que la mayor explosión de todos los
tiempos genere armonía; lo lógico sería que produjese caos. Es como si yo
quisiera ordenar mi cuarto poniendo un bomba en él, esperando a que las cosas
se colocaran solas en su sitio con ayuda de la onda expansiva. El universo es
poesía. ¡Y música!
—La Gran Explosión ha sido verificada por la radioastronomía —dijo
Ramón.
—Es un dogma, pero la ciencia parte de la nada. Empieza a explicar la
Gran Explosión cuando ya ha explosionado, alegando que antes de ese momento no
existía el tiempo, pero no explica de donde salió ese único punto de densidad
infinita que estalló, ni qué provocó la génesis cósmica.
—¿Resumiendo? —preguntó Marisol.
—Estoy completamente convencida de que una inteligencia superior ha
organizado el universo.
Silencio.
—¿Dios? —preguntó Ramón.
—Llámalo como quieras.
—La verdad, me repele hablar de Dios después de todo lo que me han
puteado los curas en el cole.
—¡Fernan! ¡Esa boca! —le regañó Marisol.
—Es un error muy común juzgar al Creador por todo lo malo que las
religiones puedan hacer o decir en su nombre.
—¡Y tú qué sabes! —apuntó Marisol.
—Ella sabe demasiadas cosas... —dijo Fernan.
—¿También eres teóloga? —dijo Ramón dándole un beso en la cabeza.
—Lo que no me explico, es como has podido aprenderte de memoria todos
esos datos sobre los planetas.
—No tiene la mayor dificultad, mami. Sólo se trata de rellenar filas y
columnas con ayuda de una regla nemotécnica.
—¿Y desde cuándo te interesa todo ese rollo de Dios y la metafísica?
—preguntó Ramón.
—Lo que le pasa es que la he calado, y ahora quiere disimular
haciéndose la santa —dijo Fernan rojo de rabia.
—¿A qué te refieres? —preguntó Marisol.
—Nada, mami —se adelantó Marina—, que a Fernan se le ha metido en la
cabeza que soy una extraterrestre salida de una flor, y que Paquirlo es
cómplice —contraatacó—. ¿A que sí, Fernan?
Los cuatro se echaron a reír a carcajadas. Fernan los miró nervioso.
La frustración era peor que su sentido del ridículo.
—No hablo de eso, bruja —logró decir—. Te crees muy lista, ¿no?
Al prolongarse el cachondeo, una mezcla explosiva de pavor y odio
envenenó su corazón. Sus ojos iban de uno a otro preguntándose en qué momento
se lanzarían sobre él para maniatarle y convertirle en uno de ellos, y de qué forma podría materializar su venganza
en caso de que tuviera la oportunidad de escapar.
Estaba paralizado. Llegó sentir como su cerebro era manipulado de una
forma tan pérfida que le impidió pensar. Logró levantarse y entrar en la casa,
pero se volvió desde la puerta acristalada de la azotea y balbuceo un tanto
aturdido, dirigiéndose a su hermana:
—¿Cuántos porros te has fumado hoy con ese gitano, di?
—¡Fernan! ¡Ven aquí ahora mismo y pide disculpas! —dijo Marisol.
Fernan se quitó de en medio, directo a su cuarto.
—¡Fernan!
—Déjelo señora, no tiene importancia —dijo Paquirlo—. Ya me iba.
—Quédate un rato más —le pidió Marina.
—Es muy tarde. Hasta mañana.
Esa noche, Marina Ying vio desde su ventana como pasaban de largo las
estelas de un puñado de sueños. Descubrió texturas ocultas en el cielo que
hacían añicos las miríadas de estrellas. Eran sus lágrimas. Arrasaban cada
deseo que las estrellas fugaces regalan a los enamorados. Pensó en él, y siguió
llorando hasta que el sueño la venció.
Marina madrugó, pero su madre ya estaba en la cocina haciendo como que
leía. Marina cogió la leche del frigorífico para prepararse el desayuno.
Marisol sonrió de manera poco natural.
—Tenemos que hablar —dijo la madre poniéndose seria en fracción de
segundos.
—Tú dirás.
—Te lo diré sin rodeos: no me gusta que salgas con ese chico.
—¿Por qué? Anoche pensé que os caía bien.
—Y nos cae. Pero...
—Pero qué.
—¿No es un poco raro?
—“Raro” en qué sentido.
—En el único posible. Es una mala influencia.
—No estoy de acuerdo.
—Me da igual que estés o dejes de estar. No quiero que vuelvas a salir
con él, ¡y punto!
—¿Por qué? ¿Porque lo digas tú?
—Pues sí. Justamente por eso.
—¡Eso es! ¡Qué bien! ¿Y qué hay de lo que yo siento?
—No tienes edad para saber lo que te conviene. Mientras seas menor
tendrás que obedecer.
—¡Le quiero!
—¡Es gitano! ¡Por Dios santo!
—¿Cómo? Me niego a creer que mis propios padres sean xenófobos. ¡No
puede ser!
—No es eso. Verás. Lo que pasa es que tu padre y yo queremos lo mejor
para ti. Una cosa es que seáis amigos, y otra muy diferente que intiméis, por
muy liberales, tolerantes, y de mente abierta que seamos. ¿Me explico?
—Es un buen chico.
—Está ido y es un inadaptado. ¡Pero has visto qué pinta tiene! Si
parece un delincuente... ¡Buena alhaja tiene que estar hecho!
—¿Por qué tenéis que juzgarle por lo que aparente?
—¡Sabe Dios a qué se dedicará su familia!
—Son pescadores.
—¿Pero es que no hay otros?
Marina sintió un dolor lacerante en el costado al oír eso.
—No tenéis derecho a meteros en mi vida —dijo sin fuerzas.
—Tenemos todo el del mundo. Somos tus padres. Hija, ¿por qué no te
avienes a razones? Siempre has sido muy sensata.
—Hay que hacer caso al corazón.
—¡Qué sabrás tú del amor!... ¡Lo vuestro es un idilio de verano, nena!
Esta tarde te despides cuando venga a verte, y quedáis como amigos. Eso, o
mañana mismo nos volvemos a Granada.
—Fernan...
—Fernan se preocupa por ti. ¡Pobrecito mío! ¡Mira el disgusto que se
ha llevado!
—Paquirlo no es como creéis.
—No quiero volver a escuchar ese nombre. ¿No ves que es un drogadicto?
¡No se te habrá ocurrido fumar hierba!, ¿verdad?
Fernan había escuchado la discusión detrás de la puerta.
Sonriente. Saboreó su triunfo y se fue a
escribir. Estaba inspirado.
Pero Marina y Paquirlo siguieron viéndose a escondidas. Ella bajaba en
bici hasta el merendero de la carretera
donde se citaban. Estaba a dos kilómetros de
la casa, y era algo mayor que un quiosco. Allí se tomaban un refresco,
abrazados en un banco de madera con buenas vistas al mar. Así pasaban las
tardes.
Pero el verano se acababa.
Fernan y Marina seguían sin hablarse, aunque de vez en cuando
fingieran algo de cortesía delante de los padres como si sus diferencias se
hubieran arreglado. Fernan la espiaba. Buscaba una evidencia acusatoria que
pudiera sentenciarla sin dejar dudas.
Fernan y Nico estrecharon la amistad hasta hacerse inseparables.
Pasaban tardes enteras hablando con nostalgia de lo mucho que había cambiado
todo desde que Paquirlo se entrometió en sus vidas.
—Mi hermana ya no es la misma.
—Me imagino.
—Anda arisca y resabiada. En serio, no la conozco.
—No me extraña. ¡Manda “güevos” el elemento que se ha echado por
novio!
—Han roto.
—Pues los han visto de la manita, ¿eh?
—¡Cuándo ha sido eso!
—El otro día, joder.
—Mis padres le han prohibido que vea a ese mamón.
—Pues como que pasa un taco de ellos. Ya te digo: agarrados y
tonteando.
—¿Dónde?
—Quedan en el mirador del merendero. Me ha dicho Napias que Toni los
ha visto más de una vez. Haciendo manitas y todo.
—Me lo estaba oliendo. Esta historia terminará mal.
—Perdona que te diga, pero tu hermana está buenísima. ¿Adónde se cree
que va con semejante “pringao”?
—Hay que hacer algo. A mí me la trae floja, pero es por su bien.
—¿Hacer qué?
—Mira Nico, mis padres van a poner el grito en el cielo cuando se
enteren, y no la dejarán salir más. O lo que es peor, por su culpa nos iremos
todos de aquí hasta el verano que viene, y pagaremos justos por pecadores.
—Eso es verdad.
—Puede que aún no sea demasiado tarde.
—¿Tarde para qué?
—Para que salgas con ella, memo.
—¿Quién, yo?
—Tú le gustabas.
—¿De veras...?
—Fijo que sí. Me lo dijo una vez. Y mis padres te aprecian; son amigos
de los tuyos. Tú hubieras sido un buen cuñado, si ese puto gitano no te la
hubiera quitado.
—Tenemos que hacer algo.
En el cine de verano daban La cosa, y Fernan y Nico fueron a
verla. Fliparon con la película de John Carpenter hasta el punto de volver a
verla varias veces, aunque el visitante camaleónico de otro mundo dejara a
Fernan sin dormir durante algunas noches. Ojeroso y demacrado, se enclaustraba
en su cuarto durante el día, evitando al demonio de mil caras que suplantaba a
su hermana. Nico fue su salvación. Hablar con él le valió para armarse del
valor que necesitaba para burlar al espanto y mantener la cordura. Le aterraba
volver a casa a la caída de la tarde. Le asqueaba tener que cruzar miradas con
aquel ser repugnante a la hora de la cena.
Nico y él eran uña y carne. Cada vez que se veían se juntaba el hambre
con las ganas de comer, y el tema de conversación siempre era el mismo:
—¿Cómo puede gustarle ese piojo? —se preguntaba Nico—. A ese gitano
cabrón le cantan los “alerones” por bulerías.
—Ella se comporta así desde el partido. Desde que le regaló aquel
bicho. ¿Te acuerdas?
—¡Joo... dooo...! ¡Mira que se lo advertiste!
—La tiene dominada.
—A las tías no hay quien las entienda.
—¿Y quién te dice a ti que no está tan enchochada con él porque el
menda la controla mentalmente?
—Explícate.
—¡Sí hombre!, manipulando su conducta con alguna habilidad psíquica.
—Ya sé por dónde vas. Pudiera ser.
—No le veo otra explicación. Aunque...
—¿Sí?
—Una vez liberada de su control, ella volvería a ser la misma de
siempre.
—Ese monstruo guarda un terrible secreto, pero se ha pasado de listo y
se le ha visto el plumero.
—Mejor nos lo pone.
—Lo tiene chungo con nosotros. ¿Has pensado en algo?
—Lo más difícil, que era identificarle, ya está hecho. Neutralizarle
está chupado. Tengo un plan. ¿Me ayudarás?
—Cuenta conmigo.
A la mañana siguiente, Nico y Fernan se pasaron por el apartamento de
Napias. Los había invitado para enseñarles una peli de ciencia ficción que no
se podían perder. Sus padres habían salido, y Napias los esperaba nervioso en
el balcón. Les abrió nada más verlos.
—¡Pasad, tíos!
Cerró la puerta, y pidió con un gesto de cabeza que lo siguieran hasta
el comedor. —¿A qué viene tanto misterio? —preguntó Nico.
—¡Mirad que vídeo le he pillado a Eduardo! —dijo Napias bajando la voz
en tono de complicidad al enseñar el estuche de la cinta—. Anoche le tocaba
vigilar el camping, y ha estado viéndola en la oficina de recepción.
Pero el muy capullo se la ha dejado dentro del vídeo. Está mañana fui a por
Toni, y vi la carátula. ¡Mirad!: toda una joya cinematográfica.
Debajo de la pegatina del videoclub, y encima de una pindonga en
bragas psicodélicas, el título en letra rosa brillante lesionaba la sensibilidad
de los incondicionales del memorable film y sus secuelas: ¡¡¡La GUARRA de las
galaxias!!!
Fernan y Nico se quedaron cuajados.
—¡Ya veréis, ya!
La aventura galáctica estaba protagonizada por la tripulación de una
nave espacial uniformada con látex y lentejuelas. Los efectos especiales sobre
ingravidez eran mejorables, pero el argumento estaba bien llevado.
—¿A que no sabíais esas posturas? —dijo Napias ladeando la cabeza
hacia el mismo lado que los otros dos—. Porno de calidad, tíos.
—¡De, fábula! —dijo Nico sin perder detalle.
Napias avanzaba hasta las escenas más sugerentes. Fernan no
pestañeaba.
—¡Qué! —preguntó Napias.
—¡Máximo! —dijo Nico.
—Didáctico —dijo Fernan.
—¿Didáctico? Eso es “folleteo” de lujo, tío. ¡Mira mira! ¡No quiero
pensar lo que ese gitano de mierda le estará haciendo a tu hermana, tío! —dijo
Napias exhibiendo la desagradable sonrisa que usaba para desagradar a posta.
—¡Que te den por culo con una caña “rajá” ! —dijo Fernan.
—No la emprendas conmigo tío. Si son novios, ese mangante está en su
derecho de beneficiársela.
—¡Cierra el pico! ¡Qué novios ni qué narices!
—¿Que no? Ése termina pegando un braguetazo, tío. Cuando te quieras
dar cuenta se han casado de penalti, y en menos que se persigna un cura loco,
la “parejita feliz” te ha llenado el cortijo de churumbeles.
—Mira Napias: ¿Por qué no vas a tirarte pedos en una lata y me dejas
tranquilo, tío?
Fernan y Nico salieron del apartamento de Napias mucho más
meditabundos que calientes.
—¿Tú crees que tu hermana y ése ...?
—¡Por encima de mi cadáver!
—¿Y si lo aplazamos?
—¿Te rajas?
—¿Estás loco? ¡Qué dices! Lo digo por disponer de un poco de más
tiempo para constatar nuestras sospechas. Ya sabes; por aquello de ir sobre
seguro.
—¿“Constatar”? ¡Sí que te has vuelto fino de repente! ¿También
escribes? Se adelantan los planes.
—¿Para cuándo?
—Mañana.
—¿Tan pronto?
—¡Ese desgraciado se va a tirar una buena temporadita en el hospital!
Llegó mañana.
Nico se acercó a por Fernan en la moto de Eduardo. Habían acordado
efectuar los preparativos y repasar los detalles antes del mediodía. Tenían que
ejecutar el plan a la perfección si querían eliminar a ese engendro que había
anulado la voluntad de Marina. Nada de dejar pistas. Sin errores.
Aquel día, como cada tarde, Paquirlo subía en su Vespino a la
velocidad de un cohete espacial. Tomaba las curvas como Ángel Nieto, emocionado
por la turquesa engarzada en el anillo de compromiso que pensaba regalarle a su
chica. Cuando pudo ver los reflejos de la mancha de aceite en el asfalto
lanzando vivos colores a causa del sol, ya era demasiado tarde para frenar.
Fernan y Nico habían derramado cuatro latas de cinco litros de aceite
lubricante en plena curva, en cuanto escucharon berrear al ciclomotor a poca
distancia. La moto derrapó a toda pastilla sobre el pedal y la pierna derecha
de Paquirlo, y volteó saliéndose de la carretera al estrellarse contra el
quitamiedos. Paquirlo no cayó por el despeñadero. Salió despedido de la moto en
el último momento y lo paró el pretil. Pero la durísima caída lo dejó
inmovilizado al filo de la inconsciencia. No llevaba casco. Su única protección
consistía en la camiseta y el pantalón corto de su acostumbrada indumentaria
deportiva. El asfalto le quemó los brazos y parte de la cara. Su pierna derecha
sangraba a causa de los diez metros de lija negra que la habían desollado.
Respiraba con dificultad.
Nico echó varias paladas de tierra sobre la mancha de aceite, y barrió
la mezcla resultante fuera de la calzada. Fernan se acercó a Paquirlo.
—Ahora voy a por ella —le susurró al oído—. Esa zorrita embustera y
engreída va a recibir su merecido. Me da igual que sea de la constelación de
Orión, o de la puta China comunista —terminó de decir mientras tiraba de él
medio a rastras para arrojarlo por el precipicio.
Nico lo detuvo.
—¡Qué vas a hacer!
—Asegurarme de que no habla.
—Deberíamos avisar a una ambulancia.
—¡Nada de fallos!
—De acuerdo. Yo lo hago. Tú arranca la moto. ¡Hay que pirarse!
Nico aprovechó que Fernan estaba de espaldas, y arrastró a Paquirlo de
los pies fuera del tramo de curva que daba al barranco. Lo echó a la cuneta
para que cualquiera que pasara en dirección contraria pudiera verlo. Sin
embargo, Paquirlo rodó ladera abajo entre matorrales que le arañaban la pierna
en carne viva, y perdió el conocimiento.
—Déjame en casa, y mañana nos vemos —dijo Fernan.
—Vale —respondió serio.
—¡Anímate, tío! No ha sido más que una gamberrada para darle una
lección. Además, cualquier día de éstos habría tenido un accidente parecido.
Iba como loco. Así le servirá de aviso para no correr tanto. ¡Le hemos hecho un
favor!
Marina se cansó de esperar y volvió a casa. Estaba preocupada porque
era la primera vez que le daba plantón. Y además..., le había parecido escuchar
el inconfundible sonido de su moto a poca distancia.
Marina entró en la cocina para prepararse un bocata. Sus padres
dejaron una nota en el frigorífico. Habían salido. Tenían pensado hacer algunas
compras en el supermercado, acercarse a la ferretería para encargar las piezas
que necesitaban para terminar de reparar el molino de viento, y si les daba
tiempo, aprovecharían el viaje llenando unos bidones de agua en el pilar que
había frente al ayuntamiento.
La puerta del cobertizo estaba abierta. Sabía que estaba sola en la
casa, y se asustó. Apuró el zumo tropical y bajó las escaleras del porche con
una escoba en la mano. Después de pensarlo dos veces, hizo acopio de valor y
llegó hasta la puerta. Se paró en el umbral y agudizó el oído por si acaso. Le
entraron ganas de hacer pis. Entró. Reticente y temblando. Sus ojos se
acomodaban a la luz, cuando las contraventanas de un ventanuco se abrieron de
golpe. Retrocedió instintivamente y se cayó de culo. Todo su cuerpo palpitaba
al ritmo de su corazón. El sol de la tarde entraba de frente, cegándola. Una
silueta se interpuso entre ella y el haz de luz.
—¿Fernan? ¡Fernan!
—Te estaba esperando —respondió su hermano tras unos segundos de
inquietante silencio.
—Por lo que más quieras. No me pegues estos sustos. ¿Vale? ¿Qué haces
aquí?
—¿Y a ti qué coño te importa? —dijo acercándose.
—¿Qué te ocurre, Fernan? —preguntó en tono compasivo.
—Me ocurre que estoy hasta los “mismísimos” de que seas tan puta.
—Eres... ¿gilipollas?
Fernan la devolvió al suelo de una tremenda bofetada.
—¿No te ordenó Mamá que lo dejaras? ¿Por qué has tenido que
complicarlo todo?
Marina se arrastró hacia la salida, pero perdió las fuerzas en el
trayecto al recibir una patada en la cabeza, y todo se nubló.
Paquirlo recobró el conocimiento. Se palpó las partes doloridas. Nada
roto. Se levantó mareado pero se desplomó después de trastabillar. Tenía que
lograrlo. Marina estaba en peligro.
Marina recobró el conocimiento. Estaba desorientada. Le dolía la
cabeza como si le fuera a estallar de un momento a otro. Fue a tocarse la
frente pero no pudo mover los brazos. Se dio cuenta de que estaba atada al pie
de un poste, y le entró pánico.
Paquirlo logró levantarse. Se ayudaba a cada paso con recuerdos de
Marina. Por fin, alcanzó la solitaria carretera tras mucho esfuerzo. Pasó un
coche, pero no paró; aceleró, y siguió su camino.
—¡Qué hace aquí toda esta mierda! —preguntó Fernan señalando un grupo
de macetas que había bajo una lona—. ¡Qué guardabas ahí! ¡Dímelo!
Marina no respondió. Fernan se agachó, y le dio un revés.
—Como son raras, las cultivo para sacar un dinerillo —respondió
Marina.
—Te voy a moler a hostias como sigas mintiéndome. ¿Me tomas por
estúpido? Son como la jodida flor que te regaló esa cagarruta en el cañaveral,
pero muchísimo más grandes. ¡Joder! Tiene el tamaño de un balón. ¿Qué les echas
de comer? ¿Gatos? Y esas manchas amarillas... Son esporas, tía. No soy tonto,
¿sabes? Esta planta se reproduce por sí sola cagando leches. ¡Son vainas!
¡Ladrones de cuerpos! ¡Qué le has hecho a mi hermana!
Marina comenzó a reír.
Fernan cogió una horquilla oxidada que había en un rincón, y atravesó
las flores bulbosas poseído por la rabia.
—¡Déjalas! —gritó Marina.
—Te he descubierto, arpía. ¡Vas a morir! —dijo poniéndole la horquilla
en el cuello.
—Soy tu hermana, Fernan. ¡Y te quiero!
—¡Falsa! —dijo endureciendo la mirada—. Me has robado a mi hermana, el
cariño de mis padres, y me has dejado por otro. ¿Qué tiene él que no tenga yo?
—Fernan, siento mucho todo lo que ha pasado. ¡Perdóname!
—¡Silencio!
—¡Bésame!
—No te esfuerces con malas artes: pierdes el tiempo.
—Bésame anda. Fernan..., por favor, bésame.
No pudo resistirse a sus ojos verdes. Le daba igual que aquella cosa
fuese una especie de sirena hipnotizadora del espacio, o una planta carnívora
con tetas que pretendiera devorarle. Fernan recordó la emoción del aquel beso,
y quiso repetir antes de matarla. Sencillamente, no pudo negarse. Fue un beso
frío. Decepcionante. Mas creyó distinguir en sus labios algo de humanidad, y
quiso asegurarse. “Podría ser mi hermana arrepentida”, pensó. “En tal caso, me
haría quedar como un idiota si la perdiera para siempre por haberme
precipitado”, volvió a pensar.
—¿Te escaparías conmigo? —preguntó Fernan.
—Haré lo que tú quieras. Iré donde tú vayas. Te necesito. Me rebajé
con ese mequetrefe para que te fijaras en mí. Porque te quiero.
Fernan estaba hecho un lío. Por un lado, quería creer a esas voces de
su cabeza que se esforzaban en convencerle de que podía apostar por ella, pero
por otro, algo le alertaba de que esas bonitas palabras eran la maniobra de un
corazón hipócrita para salvar el pellejo. En cualquier caso, necesitaba salir
de dudas:
—¡Dime el código!
Los últimos rayos de sol retocaban lo que podría haber sido una
acuarela marinera. Pero era la tarde vista desde la montaña, tal y como el
horizonte rojo la tintaba de tragedia.
Paquirlo había conseguido llegar a pie hasta el merendero antes de que
cerraran. El encargado insistió en llevarle al ambulatorio más próximo, pero se
tuvo que conformar con que el chico accediera a que le limpiara las heridas con
agua oxigenada del botiquín de primeros auxilios, y poco más. Para el dolor se
tomó un par de comprimidos de paracetamol con un batido, y luego llamó a Sumo
para que pasara a recogerle.
El temporizador encendió el grupo electrógeno, y la bombilla
amarillenta del cobertizo entristeció aún más la cruda realidad.
—¿Qué código? —preguntó Marina.
—No te hagas de nuevas. El que acordamos para identificarnos.
—¿El número aquél del vídeo?
—¡Premio!: “¡una botella de lejía para la dama!”
—No me acuerdo...
Fernan presionó el cuello de Marina con los punzantes pinchos de la
horquilla.
—¡Contaré
hasta tres! —dijo Fernan con cara de loco—: ¡una!
Marina se esforzó en recordar, pero el miedo no la dejaba pensar.
—No lo sé, Fernan. Por el amor de Dios, ¡qué piensas hacer!
—¡Dos!
—¡Cómo diablos quieres que me acuerde! Sólo lo vi una vez; ¡le
eché un vistazo! No sabía que iba en serio, y además, me llevé una sorpresa con
tu beso y se me fue en el acto. La información registrada en la memoria a corto
plazo se olvida enseguida si no se hace un esfuerzo de retentiva. ¡No lo
recuerdo! ¡Te lo juro!
Cuando las puntas de la horquilla se clavaban en su carne, un amago de
llanto se atascó en su garganta.
—No cuela. ¿Te sabes todas esas distancias al Sol, y no eres capaz de
acordarte de un solo y único número de cuatro dígitos? Lo siento nena. ¡Tres!
Un Volkswagen Passat derrapó en la explanada de grava.
—¡Joder, macho! Estás hecho una auténtica mierda —dijo Sumo cuando vio
a Paquirlo.
—¿Dónde te has metido?¡Eres un huevón! Te dije que te dieras bulla.
—¡Qué coño quieres! Si no tengo el carné, tío. Mi padre me va a matar.
—¿Has traído el fusil de pesca submarina?
—¡Que sí, hostias! Deja de cotorrear, y sube de una puta vez.
—¡Písale!
—El carro nuevo de mi viejo le da mil patadas al tuyo. ¿Te coscas?
—Me la refanfinfla el coche nuevo de tu viejo. ¡Dale caña!
—Sin agobiar, que todavía no le he cogido el tranquillo, ¿eh?
—Te debo una.
—¡Corta el rollo, tronco! Quítame de portero, y estamos en paz.
Marina clavó sus ojos en la mente de su hermano a la desesperada, en
un último intento por sobrevivir.
—¡Espera espera! Está bien, tú ganas. No soy humana.
Fernan le concedió una prórroga, pero mantuvo la presión de las
mortíferas púas en su garganta. La miró extrañado.
—¿Quieres saber la respuesta a lo que me preguntaste una vez?
—preguntó Marina picando su curiosidad.
—¿De qué coño hablas?
—De cuando quisiste saber si había vida intelectiva en otros mundos.
Fernan la miró alelado.
—¿Es verdad entonces que eres una extraterrestre de mierda?
—La humanidad no está sola —prosiguió Marina—. Que yo sepa,
sólo en nuestra galaxia hay aproximadamente un millón de razas inteligentes de
lo más exótico y variopinto, y todos somos hermanos porque tenemos la misma
procedencia. Explícame cómo es posible que los humanos podáis ser tan necios
como para despreciar a semejantes del mismo planeta debido al color de piel. Y,
¿no es absurdo que os matéis en guerras fratricidas por diferencias culturales
tan insignificantes como puede ser la forma de imaginar a Dios? La verdad es
que masacráis a vuestros congéneres con cualquier pretexto. La raza humana es
un caso aparte.
—Y tú has matado a mi hermana para robar su cuerpo.
—Yo no he matado a nadie en toda mi vida.
—¡Mientes, hija de puta! Llegaste con la tormenta, y acabaste con ella
después del partido.
—Tú siempre me has conocido como soy realmente. Dupliqué a Marina Ying
cuando era pequeñita, poco antes de que muriera de neumonía en aquel hospicio
miserable. Tomé su cuerpo con ayuda de un infiltrado de los nuestros sin que
nadie se diera cuenta. Muchos otros de mi especie esperan una oportunidad para
poder vivir entre vosotros en sitios así. Para que no se note el cambio, ya
sabes.
—¿Y de dónde vienes?
—No entiendo.
—Todo invasor extraterrestre tiene su planeta de origen, ¿no?
—Yo soy de este planeta. El extraterrestre eres tú.
—¿Me tomas el pelo?
—En absoluto. Los humanos sois los invasores. La Tierra fue un paraíso
azul y verde hasta que llegaron los tuyos. Los terrícolas autóctonos no
conocíamos la guerra. Vivíamos en armonía con el planeta, y en simbiosis con el
resto de criaturas vivas. Era un edén.
—¡Menudo disparate!
—Éramos una civilización pacífica, y nos condenasteis a la extinción.
El mayor genocidio étnico jamás conocido. Sois una raza guerrera dotada de una
agresividad y un instinto predatorio sin precedentes en la galaxia. Lo peor de
lo peor en cien mil años luz a la redonda. Después de conquistar el planeta
empezasteis a guerrear entre vosotros, y vuestra sociedad tecnológica terminó
en la edad de piedra de la noche a la mañana. Un holocausto termonuclear puso
fin a vuestras disputas por repartiros las mejores tajadas del planeta. Una
civilización cibernética es extremadamente frágil, ¿lo sabías?
—¡Mentira!
—Sabes que digo la verdad.
—¿Y de dónde se supone que vinimos?
—Marte era antes un lugar agradable.
—¿Los humanos somos... marcianos?
—Así es. Ese planeta que tanto cautiva a los soñadores y tantos ríos
de tinta ha hecho correr, fue vuestro hogar.
—Eso es otro embuste descarado. Marte siempre ha sido una esfera
inerte; un desierto rojo y frío.
—No fue siempre así. Hubo un tiempo para la vida antes de que el suelo
marciano se volviera rojo por la sangre humana derramada en milenios de
guerras. El último enfrentamiento mundial terminó con todo. Lo que pasó fue que
tras haber esquilmado los recursos naturales del Marte azul, os enzarzasteis en
una guerra de exterminio entre culturas por el control del agua y de los
combustibles fósiles. El conflicto armado convencional desembocó en una guerra
atómica global, y Marte agonizó en un invierno nuclear que duró siglos. Se
organizó un éxodo hacia La Tierra con los supervivientes, y el resto de la
historia ya lo conoces. No sois más que bárbaros; una especie neófita que ha
irrumpido en la hermandad galáctica con el hacha de guerra en la mano; la única
“inteligente” que conozco que sería capaz de tropezar tres veces con la misma
piedra. Ahora vais por el mismo camino. Si no ponéis remedio pronto, acabaréis
con mi planeta azul definitivamente, igual que terminasteis en su día con el
planeta vecino. Estáis abocados a la autodestrucción.
—Por lo pronto, tú no lo verás —dijo Fernan agarrando el palo de la
horquilla con la ira de un criminal enajenado y los ojos inyectados en sangre.
—¡Espera! Debes de conocer mi mensaje para que se lo transmitas a la
humanidad.
—¡Qué mensaje ni qué pollas en vinagre! ¿Te has creído que esto es Ultimátum
a la Tierra, o qué? ¡Se acabó lo que se daba! Esta patraña de marcianos
invasores ya ha ido demasiado lejos.
—¡Déjala! —dijo Paquirlo desde la puerta de entrada, apuntándole con el
fusil de pesca.
—¿Tú? ¿No has tenido suficiente?
Fernan le lanzó la horquilla, y sus dientes se clavaron en la madera
cuando Paquirlo la esquivó. Sumo se
desmayó al sentir la vibración del instrumento tan cerca de su oído. Antes de
que Paquirlo pudiera apuntarle de nuevo, Fernan agarró una guadaña, y se la
puso a Marina en el gaznate.
—¡Tira el arpón o la degüello!
—¿Estás bien, cariño? —preguntó Paquirlo a su chica.
—Sí sí. ¿Y tú, mi vida? ¡Qué te ha hecho este animal!
—No es nada.
Fernan escupió en el suelo como si aquel diálogo le asqueara.
—¡Que tires eso te he dicho, o me cargo a tu putita sideral!
—Tranqui, ¿vale? —dijo Paquirlo dejando el fusil en el suelo.
—Suelta la guadaña, hijo —dijo Ramón contorsionándose para pasar por
el ventanuco trasero desde el que había contemplado la última escena.
—¡Papi! —dijo Marina echándose a llorar.
—¡Fernan! —Gritó Marisol desde el ventano—. ¡Deja a tu hermana!
¡Déjala! ¡Déjala! ¡Ya!—se desgañitó con el corazón desgarrado.
—¡Cuanto me alegro de que hayáis llegado! —dijo Fernan con una sonrisa
exagerada—. Marina no es vuestra hija, ¿sabéis? ¡No es humana! Ha confesado:
¡es un ultracuerpo! ¡Es un ultracuerpo!—gritaba enloquecido.
—Te creo, Fernan —dijo Ramón con voz suave—. Pero suelta eso,
¿quieres? Puedes cortar a tu hermana sin querer.
—¡Te digo que no es mi hermana! ¡Hostias! ¡Que no es mi hermana!
¡“Cagon-la-puta”!... —vociferaba como un alienado.
—¡Fernan! ¡Esa boca! —le reprendió la madre.
—Ya basta, hijo —dijo Ramón.
—Todo ha sido culpa de ese malnacido —dijo Fernan corriendo hacia
Paquirlo con la guadaña levantada.
Marisol lanzó un grito terrible. Marina cerró los ojos, apretó los
párpados con fuerza, y se concentró poniendo toda su energía en pensar que su
chico se salvaba. Paquirlo retrocedió. Sumo se levantaba del suelo medio
recuperado del vahído, cuando el infortunado agresor se tropezó con él.
Fernan cayó sobre el fusil de pesca submarina, el artilugio se
disparó, y el afilado arpón lo atravesó.
El verano se acabó para Marina antes de lo previsto. Marisol y Ramón
pusieron la hacienda en venta, y decidieron marcharse tan pronto como
terminaran de empaquetar sus cosas y disponer los cuatro trastos en el remolque
para una mudanza exprés.
Las heridas de Paquirlo cicatrizaron rápidamente.
Marina lloró la pérdida de su hermano más de lo soportable. Le
costaría algún tiempo exculparse de lo que pasó, como si en realidad hubiera
sido la responsable del hundimiento de su hermano en el abismo de la demencia.
A Paquirlo no le gustaban las despedidas —¿a quién le puede gustar una
despedida?—. Pero este “hasta-la-vista” le resultaba particularmente doloroso,
aunque Marina y él se empeñaran en poner buena cara al mal tiempo.
Estaban abrazados en su palco frente al mar, prometiéndose imposibles.
—¿Me escribirás? —preguntó ella.
—Todos los días.
—¿Cuánto oíste?
—Lo suficiente.
—¿Y cuánto es eso?
—Casi todo. Vi desde la ventana que controlabas la situación mediante
tu técnica disuasiva, y me tomé mi tiempo antes de actuar. No quise
precipitarme y estropearlo todo. Por cierto, muy interesante todo lo que
dijiste.
—¡Qué bochorno! —dijo Marina tapándose la cara con las manos mientras
reía—.¡Uf! ¡Lo que tuve que inventarme para seguir viva!
—Estoy orgulloso de ti. Mantuviste el tipo. ¡Qué habilidad la tuya! ¡Y
qué imaginación! Podrías ser escritora... ¡o actriz!
—Instinto de supervivencia.
—También, también...
—¿Y Sumo? ¿Habrá pillado algo?
—Tranquila. No escuchó nada. Me estuvo esperando en el coche hasta que
apareció preocupado justo en el instante de mi entrada.
—Gracias por salvarme la vida.
—Tuvimos suerte.
—Una pregunta: ¿Me habrías querido si yo fuese una planta?
—Según que planta.
—No sé... ¿Una acelga?
—¿Y por qué no? ¡Como si la
hoja de una acelga no fuera un prodigio de la naturaleza! El proceso
fotosintético no es ni más ni menos maravilloso que todo el conjunto de
reactores de fusión que mantienen vivo al cosmos.
Marina sonrió.
—¿Aun siendo una ladrona de cuerpos? —insistió ella.
—Con esos ojos, “ladrona de corazones”, segurísimo que sí.
Se besaron.
—¿Y tú? —preguntó Paquirlo—. ¿Serías capaz de compartir el resto de tu
vida con..., digamos, un extremófilo mimético-polimorfo?
—¿Te refieres a un organismo capaz de sobrevivir en medios abióticos,
y con la peculiaridad de poder hacer una fotocopia genética de cualquier forma
de vida y metamorfosear a voluntad tomando su aspecto sin tener que destruir al
huésped?
—Por ejemplo.
—¡Qué chollazo! Es fascinante; ¡pura magia!
—Sólo sería cuestión de enzimas resistentes y reacciones de
polimerización en cadena a partir de una sola gota de sangre, o... de savia
elaborada.
—Pero... ¿Existen extremófilos pluricelulares complejos?
—Gusanos. Aunque dotados de inteligencia, en esta galaxia no.
—¿De cuál estaríamos hablando?
—De la M 33.
—¿Hábitat preferente?
—Pongamos, el acuático.
—¡Me encanta! ¿Y por dónde andaría el Paquirlo original?
—Yo también soy adoptado. Verás, mi padre me pescó; en sentido
literal. Alguien debió desprenderse de un recién nacido arrojándolo al mar. Así
que lo más lógico, y para concluir esta historia como es debido, sería suponer
que “el Paquirlo original” se ahogó antes de ser duplicado.
Marina se puso triste.
—¡Tú también podrías ser escritor!
—¿Entonces qué? ¿Somos novios?
—¡Que sí!
—¿Formalmente?
—Tontaina.
—¿Sí o no?
—¡Que sí, que sí!
—Dijiste a Fernan que tenías un mensaje para la humanidad.
—Pensaba inventarme un discurso pacifista para evitar la tercera y
última gran guerra mundial.
—Los acuerdos sobre desarme nuclear entre las dos superpotencias
avanzan a paso de tortuga, pero es muy posible que la guerra fría termine bien.
La humanidad podría estar preparada para la paz.
—¿Y?
—Que existe una amenaza más terrible.
—¿Una invasión de guerreros extremófilos procedentes de la galaxia del
Triángulo?
—Hablo en serio. Hay algo que la humanidad debe saber.
—¿El qué?
—La Tierra está gravemente enferma.
—Lo sé muy bien. Se muere como un tejido necrótico. El hombre la
envenena lentamente.
—¡Pero se puede salvar! Tenemos que advertir al mundo del peligro que
corre.
—Ya se hace, pero es como predicar en el desierto.
—Tengo un plan. ¿Me ayudarías?
—Lo que quieras.
—Confía en mí.
—Hay algo que no entiendo: ¿para qué querría un extraterrestre
adaptado a subsistir en condiciones extremas de vida, evitar una catástrofe
ecológica global en un planeta ajeno?
—Tal vez porque la vida sea un bien escaso en los mundos que él
conoce, y eso le haga valorar mejor que nadie la belleza de un paraíso de
verdad, y el milagro de tal diversidad de especies. O pudiera ser que estuviera
ya cansado de vagar entre mundos infernales en soledad, y sólo quisiera echar
raíces en este planeta en compañía de la chica que ama.
Aquella despedida, en realidad, no fue una despedida.
Paquirlo sacó del bolsillo el anillo de compromiso que llevaba
preparado para la ocasión, y Marina correspondió con un beso de su boca
enamorada.
—¿Qué tal lo ves? —preguntó ella con la vista perdida en el mar. ¿Hay
esperanza?
—Mira a tu alrededor. Los incendios forestales van a desertizar el
suelo. Por causas naturales, imprudencias, piromanías, o por intereses madereros,
el fuego devasta cada año millones de hectáreas de bosque en todo el mundo. La
progresiva deforestación de la selva amazónica terminará por hacerla
desaparecer. Pobres árboles. Las lluvias ácidas de contaminantes provenientes
de los gases de escape de los vehículos y de los humos de las zonas
industriales, corroen áreas boscosas enteras a miles de kilómetros de
distancia. Y mira el mar; se ha convertido en un vertedero de petróleo y
residuos tóxicos. La contaminación de los mares cerrados o casi cerrados como
el Mediterráneo, que no cuentan con el alivio de poder autodepurar sus aguas,
ha originado la proliferación de zonas prácticamente muertas, en las que muy
pronto se producirá la extinción de cualquier forma de vida marina. Algunos
fertilizantes y pesticidas transportados por el agua desde los campos de
cultivo hasta el mar, además de aniquilar todo tipo de animales desde
crustáceos a osos polares según acreditan los cadáveres analizados, se propagan
por la cadena alimenticia hasta las personas, provocando cáncer. El
Mediterráneo está condenado a muerte. Los responsables de estas agresiones
medioambientales lo saben, pero se aprovechan de la falta de voluntad política
para erradicar el problema. Nadie con autoridad recapacita ni hace nada por evitar
la tragedia. No quieren saber que los árboles y el plancton marino aportan a la
atmósfera el oxígeno que necesita el ser humano para respirar. Hay más: los
residuos radiactivos de las centrales nucleares se vierten en los océanos
dentro de bidones, con el riesgo que acarrea la circunstancia de que muchas de
estas sustancias conservan su radiactividad durante miles de años. La obtención
de energía mediante la fisión nuclear es primitiva. Y peligrosa. Hace cuatro
meses se produjo en la Unión Soviética el más grave accidente atómico de la
historia: reventó uno de los cuatro reactores de la central nuclear de
Chernobyl, al norte de Kíev. A pesar del secretismo inicial, ya se sabe que el
reactor siniestrado lanzó a la atmósfera una nube radiactiva que se extendió a
más de dos mil kilómetros de distancia hacia el norte de Europa, y que la
radiación residual afectó a la totalidad del planeta. Se estima que miles de
personas morirán de cáncer en los próximos cincuenta años a consecuencia de
esta desgracia. El empleo de la fisión nuclear para fines pacíficos es
imprudente, pero utilizada como arma es una aberración. Los ensayos nucleares
en el aire para el perfeccionamiento del armamento nuclear, han estado
arrojando partículas radiactivas a la atmósfera que han dado la vuelta al Globo
varias veces antes de caer y ser arrastradas hasta los ríos y el mar por efecto
de la lluvia. Hace diez se suspendieron las pruebas en la atmósfera, pero
todavía se siguen detonando artefactos atómicos en fosas subterráneas, cuyos
detritos radiactivos contaminan acuíferos. El atolón de Mururoa ha sufrido el
impacto ambiental de más de cien bombas atómicas. Suma y sigue. El año pasado
se supo oficialmente que había sobre la Antártida un agujero en la capa de
ozono de la estratosfera. Dicha capa es una especie de escudo que protege La
Tierra contra el bombardeo de los rayos ultravioleta de alta energía, letales
para la vida en general, y especialmente nocivos para los humanos porque
provocan cáncer de piel, cataratas, y favorecen la supresión del sistema
inmunitario. La destrucción del filtro protector se debe a las emisiones
industriales a la atmósfera de los cloroflurocarbonos de aerosoles y sistemas
de refrigeración. Pero lo peor de todo es que la trituración del ozono
continuaría muchas décadas después de que se prohibiera el uso de estos
agresivos químicos de alta capacidad destructiva, y que el agujero mortal
podría extenderse a zonas densamente pobladas por el hombre. La lista de
despropósitos es larga, y queda poco tiempo. No se puede sobrepasar un límite;
sería el fin del mundo. Mira, el cambio climático a causa del calentamiento
global es un hecho. El consumo masivo de carbón, petróleo, y gas natural, ha
incrementado la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera a un nivel
insostenible. Este gas carbónico impide que la radiación calorífica del Sol
escape al espacio después de incidir en la superficie de La Tierra, ya que los
rayos solares rebotan en la atmósfera saturada de CO2 y
vuelven a calentar la superficie terrestre, provocando el sobrecalentamiento
del planeta una vez roto el equilibrio natural. Esto podría ocasionar un
aumento de hasta seis grados centígrados en la temperatura de la superficie en
los próximos años. Y subiendo. Es como si toda la biosfera estuviera en el
interior de un invernadero con el termostato roto. Hay demasiados coches y
factorías desprendiendo dióxido de carbono para que tan pocos árboles puedan
absorberlo; no dan abasto para limpiar la atmósfera. El efecto dominó será
brutal. El clima se volverá loco en los cinco continentes. Se desertizará parte
del planeta. Habrá violentos huracanes y olas gigantescas. Sobrevendrán
inundaciones, sequías, más incendios, plagas forestales, se arruinarán
cosechas, se extinguirán especies, llegará el hambre... El deshielo de los
casquetes polares hará que suba el nivel de las aguas, y el océano sumergirá
las ciudades costeras. Será un desastre de proporciones bíblicas. Un auténtico
final.
Marina le dio un beso en la cara, y cogió su mano para dar un paseo.
—Lo de Marte es una broma —dijo preocupada—. La Tierra puede acabar
convertida en un “Venus”.
—No me cabe la menor duda.
—¿Se salvará?
—No sabría decirte.
—Confío en la inteligencia del ser humano. Este planeta se lo merece.
—Los políticos de los grandes imperios económicos son los que tienen
la sartén por el mango. Pero son cerrados de mollera, o simples marionetas. Uno
de cada dos científicos trabaja en proyectos militares de alto secreto, y las
mentes más brillantes de la otra mitad investigan para las compañías privadas
que mejor pagan. Conclusión: la ciencia no está al servicio de la humanidad. La
especulación del petróleo es un negocio lucrativo. Las multinacionales del
sector lo acumulan para venderlo a precio de oro con cuentagotas. Su avaricia
no tiene límites. El descubrimiento de cualquier fuente de energía realmente
alternativa, limpia, y barata, sería automáticamente silenciado hasta que las
poderosas industrias del petróleo y del automóvil no terminen de exprimir todo
el capital invertido en sus tecnologías obsoletas y contaminantes, o el
petróleo se agote. El motor de explosión es arcaico, pero el coche eléctrico no
se quiere comercializar, y la patente del sencillo motor electrolítico de
hidrógeno y oxígeno a base de membranas energéticas debe andar “secuestrada”.
La fusión nuclear controlada sería una fuente gratuita, ilimitada, y segura de
energía industrial, que pondría en tela de juicio los valores del materialismo
salvaje, y provocaría una revolución en el orden económico mundial en favor de
los países pobres. No les interesa.
—¿Sacrificarían el planeta de todos por no ceder un poco en sus
pretensiones de acumular riqueza?
—Esperarán hasta el último momento. Pero será tarde.
—Hay muchos intereses en juego.
—Lo que está en juego es el futuro de la humanidad.
—Lo tenemos crudo para convencer a esos miopes sin escrúpulos.
—La esperanza es lo último que se pierde. El mal ya está hecho, pero
todavía tiene arreglo.
—¿Cuál es tu plan?
—Pasar el resto de mi vida junto a ti.
—Te quiero.
Había oscurecido.
Marina no tenía ningunas ganas de volver con sus padres adoptivos, y
Paquirlo se lo puso fácil.
—¿Te vienes?
—Contigo, al fin del mundo.
—¿Será verdad que el ser humano viene de allí ?—preguntó Paquirlo señalando
la “estrella” anaranjada.
—Seguro. Toda la literatura sobre Marte no es otra cosa que sueños
nostálgicos del inconsciente colectivo. Te lo digo yo.
Un punto de luz surcó la atmósfera, y se colocó sobre ellos.
—¿Has pedido un taxi? —preguntó Marina como pudo entre beso y beso.
—Yo no. ¿Y tú?
Aquel verano del ochenta y seis fue un tanto extraño. Sucedieron
muchas cosas trascendentes, en secreto y deprisa.
La mayoría de la gente corriente se quedó con las ganas de que la
selección española de fútbol ganara el campeonato mundial.
FIN
Relato bueno donde los haya.Me dió pena que no fuera mas largo,pues me quedé con ganas de mas.Si lo piensas bien, esto es algo que podría estar pasando ahora mismo. Me ha gustado un montón.
ResponderEliminarMONTE.
Gracias, Monte.
EliminarMe alegro de que te haya gustado.
Un abrazo.
Javier
Es una pasada de relato. El final es sorprendente. Sigues en tu línea, y eso me gusta.
ResponderEliminarEnhorabuena. ¡¡Me ha encantado!!
Gracias, Maralva. ¡Así da gusto escribir!
Eliminar¡Hasta el próximo!
Javier
Hola Javier,acabo de terminar de leer Invasores, me ha encantado.Soy un forofo de estos temas y leerlo ha sido fabuloso.
ResponderEliminarCarlos R.
Hola, Carlos. Gracias por tus palabras. Comentarios así me ayudan a seguir escribiendo. Recibe un fuerte abrazo. Javier.
EliminarHola Javier. He de decirte que Invasores me ha encantado y me ha sorprendido. El final me ha hecho pensar.
ResponderEliminarEs una pasada. ¡¡Enhorabuena!!
Gracias, Mariana. Me alegro de que te haya gustado. Un abrazo.
EliminarJavier: es la primera vez que leo algo tuyo y me encanto! no solo por lo intrigante del relato sino tambien por el valioso mensaje que dejas sobre nuestro planeta!
ResponderEliminarE.S>
Gracias, E.S. por tu comentario. Me alegra saber que te ha gustado el mensaje final. La Tierra se lo merece. Un abrazo.
EliminarMuy buen relato, inquietante y sorprendente.
ResponderEliminarGracias, Laura.
EliminarEs todo un lujo conocer tu opinión. Tus palabras siempre son bienvenidas.
¡Sigo en la brecha!
Un abrazo y feliz verano.
Javier
Hola Javier:
ResponderEliminardecirte que me a encantado tu relato,un relato muy bueno y que como todo lo bueno se hace corto.
el episodio de fernan me a encantado,muy bien tramado y narrado.
el mensaje que das es fantastico.
es un relato que te hace pensar,y eso ya es un logro Javier,enhorabuena.
no dejes de escribir por favor.
Gracias por tus palabras, Paco. Me alegra saber que la lectura se te ha hecho corta (eso quiere decir que te ha gustado). Te prometo que seguiré escribiendo. Espero que los siguientes relatos también sean de tu agrado. Un fuerte abrazo.
EliminarJavier.