AL AMANECER
Nicolás
tenía una cita con la muerte.
El frío de la oscura madrugada le mordía
como si el viento fuera un carroñero invisible detrás de un bocado a cuenta.
Pensó en Nadia. Y en el lunar de su
boca...
Se le escapó un suspiro, y el denso vaho
serpenteó, elevándose entre la gélida neblina como el humo de una pira en la
que su corazón hubiera ardido de pura pasión, o, como si su alma, impaciente,
ya hubiera renunciado al cuerpo y escapara volando.
Las miradas del pelotón se topaban con la
suya sin detenerse en mirarle, o como mucho lo hacían para ver a través de él
con toda naturalidad como si ya fuera un fantasma.
Nicolás tiritaba a la intemperie. Iba
sentado en la parte trasera de un camión militar desprovisto de lona, que
circulaba en sentido contrario a la columna motorizada de más y más camiones
que llegaban a Kolpino con el contingente que se estaba concentrando para la
contraofensiva. El camión solitario se echó a un lado y se detuvo a pesar de ir
con retraso, y dejó paso libre a la rápida procesión de luces de guerra que ocupaba
todo el ancho de una carretera que la nieve acumulada había estrechado.
Nicolás sintió vacío, soledad, desabrigo,
tristeza... Cada vez tenía más frío.
Una sola preocupación le daba una y mil
vueltas en la cabeza: Nadia. Se preguntaba qué sería de ella sin nadie que la
cuidase..., y no pudo dejar de imaginarse lo peor.
Comenzó a despuntar el alba.
La primera luz le pareció ajena sin Nadia
ni el mar. Estaba mal acostumbrado a su sonrisa en la almohada, y a esa
claridad metálica del Báltico en primavera, colándose por el ventanuco de la alcoba
al rayar el día... Al amanecer: cuando el cielo y el agua se funden en un largo
y apasionado abrazo de amantes grises; el horizonte desaparece entre témpanos
de hielo y nubes bajas; y la ciudad parece flotar en el aire, y los buques
volar sobre el reflejo de un Leningrado que se desvanece como por arte de magia
bajo las estelas que van dejando las quillas. Casi al amanecer...: cuando el
sol nocturno de verano se asemeja a un espejismo, y los cuerpos se enredan
entre las sábanas para despedir la noche con renovado amor.
Nadia...
Hacía poco más de un año que la vio por
primera vez. Él tenía dieciocho, Nadia diecisiete, y, a pesar de las penurias
de los primeros días de guerra, siempre recordaba aquel tiempo con cariño
porque iba inevitablemente unido a ella.
En septiembre del cuarenta y uno los
alemanes habían llegado a las puertas de Leningrado. Pero ante la resistencia
del ejército regular y las milicias populares de voluntarios, las tropas
invasoras se vieron obligadas a detener la ofensiva, limitándose a consolidar
posiciones alrededor de la urbe con el propósito de someter a su población a un
largo asedio que los rindiera por hambre y fuego.